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Hay una persona ahí

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El pasado día once de agosto, el Ministerio de Sanidad hizo públicos los datos actualizados del teléfono de prevención al suicidio que abrió hace tres meses. De media, el 024 recibe 300 llamadas al día. A su vez, el Informe anual del observatorio de la Fundación Española para la Prevención del Suicidio establece que cada dos horas y cuarto, alguien se quita la vida en nuestro país. Casi un millar de personas al año. De ellos, un tercio son jóvenes o adolescentes. El suicidio se ha convertido en la principal causa de muerte no natural en nuestro país.

Estos datos son tan solo la punta del iceberg de un problema aún mayor en el que se ha instalado nuestra sociedad: La dictadura del positivismo. La imposición de una actitud falsamente positiva, en la que se generaliza un estado feliz y optimista sea cual sea la situación, silenciando nuestras emociones negativas.

Ya lo decía el escritor estadounidense Mark Manson en su obra “El sutil arte de que (casi todo) te importe una mierda”, del año 2018: “…Cualquier intento de escapar de lo negativo -evitarlo, sofocarlo o silenciarlo- fracasa. Evitar el sufrimiento es una forma de sufrimiento. La negación del fracaso es un fracaso…”.

Poco a poco la dictadura del positivismo ha introducido en las mentes la necesidad de tener la certeza de que todo irá bien. Una burbuja irreal que nos evade de un mundo en el que vivimos rodeados de incertidumbre, de preguntas a las que no tenemos respuesta o problemas cuya solución no podemos o no estamos dispuestos a llevar a cabo.

Y en este ambiente de felicidad extrema, la manifestación de sentimientos negativos como tristeza, rabia o frustración, puede hacer sentir a quien los padece que es la excepción, que no encaja en la sociedad, provocando el aumento de los pensamientos negativos y exacerbando, todavía más, las emociones que le afligen.

La vida es muy dura y, si una persona está pasando por un momento difícil, puede ser más difícil sobrellevarlo si siente la presión social de tener que sentirse siempre feliz. La presión ante esa imposición social a no sentirse negativo, pueden llevar a las personas a la depresión y el suicidio.

La dictadura del positivismo ha invadido todo a nuestro alrededor; Agendas que nos dicen que somos la leche, que podemos con todo y que debemos soñar despiertos. Tazas que nos animan a que no abandonemos nuestros sueños o que podemos con todo porque somos la bomba, o fundas de móvil que nos dicen que siempre tenemos que estar de buen rollo. Sin embargo, toda esta sarta de mensajes simples genera falsas expectativas y confusión, porque en ese mundo idílico no hay cabida para las emociones negativas. Y, por tanto, no hay espacio para quienes sufren esas emociones negativas.

Es por ello que hay que insistir en que el suicidio no es solo un problema de salud mental. Es un drama que lastra, en silencio, a nuestra sociedad. Una tragedia que puede afectar a cualquiera, pero que se está cebando con toda una generación sin expectativas cuyo futuro se ha estancado por dos crisis, una guerra y una pandemia.

Pero sobre todo hay que reclamar el derecho a estar mal. A pedir la ayuda necesaria por estar pasando por un momento delicado sin que la persona se considere un despojo social por el simple hecho de estar triste, y a exigir que la sociedad preste esa ayuda sin establecer prejuicios de ningún tipo. No olvidemos que hay una persona ahí.

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