Las lágrimas de Tocqueville

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En el mismo momento que estaba teniendo lugar la insurrección sobre el Capitolio de los EE.UU. por parte de una turba trumpista, la encuestadora YouGov realizaba una encuesta a la población norteamericana. En ella se destacan varios datos a tener en cuenta y que explican, en parte, estos extravagantes acontecimientos. En primer lugar, el 62 por ciento de los votantes registrados cree que las acciones que estaban ocurriendo en el Capitolio representan un peligro para la democracia. Por identificación partidista, el 93 por ciento de los votantes del Partido Demócrata así lo consideran; el 55 por ciento de los que se catalogan como independientes; y el 27 por ciento de los republicanos (o lo que es lo mismo, el 68 por ciento de los republicanos consideran que no supone una amenaza para la democracia). Esta división se resalta en la descripción que ofrecen los mismos encuestados sobre los individuos asaltantes. Un 52 por ciento está de acuerdo en catalogarlos como extremistas; 49 por ciento como terroristas domésticos; y un 41 por ciento como criminales. Sin embargo, esto cambia dependiendo de los votantes, puesto que los republicanos los consideran como manifestantes (50 por ciento), o patriotas (30 por ciento). Sólo un 26 por ciento de los votantes pro-Trump los consideran extremistas.

Estos datos reflejan que el sistema político estadounidense está altamente polarizado. Los electores mantienen divergencias considerables en cuestiones políticas, pero también en referencia a comportamientos sociales, hábitos, conductas, etc. Por tanto, no sólo estaríamos ante una situación de polarización ideológica, hasta cierto punto normal en las democracias liberales, sino ante una polarización afectiva, aquella que sobre pasa la esfera estrictamente política (la politics en términos anglosajones), para impregnar las relaciones sentimentales y las actitudes entre individuos. En un estudio poselectoral del reconocido Pew Research Center se evidenció que sólo el 2 por ciento de los votantes de Biden, y un porcentaje igualmente pequeño de los votantes de Trump, expresaban que los electores contrarios los entendían “muy bien”. Así, la combinación de una polarización ideológica con una polarización afectiva, tendría consecuencias en la percepción que se tiene sobre la democracia y, en consecuencia, de su posible conservación y/o degradación.

Cabría preguntarse, pues, si los acontecimientos acaecidos el 6 de enero tienen como origen una anteposición de las lealtades partidistas y afectivas a la conservación de la propia democracia. Es decir, ¿los votantes o simpatizantes de Trump serían capaces de socavar los principios democráticos para preservar sus propios intereses? Por los hechos vividos parecería que en una situación donde el líder alienta a las masas a la insurrección, éstas responderían a favor en una posición de “complicidad indispensable”. Como ha señalado en una investigación el profesor de ciencia política de la Universidad de Yale, Milan Svolik, “los votantes son reacios a castigar a los políticos por ignorar los principios democráticos cuando hacerlo requiere abandonar el partido o las políticas que les favorecen”.

Esta participación activa de los electores en la erosión de la democracia se expresa de diferentes maneras. Ya no es necesario una insurrección violenta para que el sistema quiebre, ni un asalto militar, sino que el mero apoyo electoral o dejación ante propuestas o ideas antidemocráticas es suficiente para ser adyuvante del cambio de régimen. Sin quererlo, los ciudadanos podemos estar un día aplaudiendo a nuestro líder por lo bien que se expresa ante el establishment, y mañana estar contando cuántos nos reunimos (pandemia a parte), qué escribimos y leemos, o qué profesamos.

Se da por sentado que está todo hecho, y que el sistema es un complejo armazón construido por élites que van en contra de los intereses del pueblo. Tampoco se busca comprender, informarse y contrastar, puesto que lo verdadero es todo aquello que salga de la boca del partido o político que “piensa y habla como nosotros”. Sin embargo, la idea se construye y se analiza antes y, posteriormente, es recogida por los ciudadanos que la hacen suya. El pueblo está siendo robado, ¡paren de contar! o gobierno ilegítimo, son expresiones e ideas que difícilmente podemos construir si no nos la proporcionan una fuente política de nuestra confianza. Además, si no estamos solos, sino que nos refuerzan miles que piensan de la misma forma, tendré la valentía para no callarme. No hay nada peor que una masa envalentonada con ideas preestablecidas que no atienden sino a lo que ya consideran como correcto. En un libro que ha pasado de puntillas pero que considero fundamental para comprender el populismo y las reacciones de las masas, Chantal Delson escribe: la particularidad perjudicial es la que consiste en tomar las opiniones propias como verdad única. En la ciudad, la particularidad más perjudicial es la que consiste en servir a sus propios deseos, en lugar de servir al interés general.

Alexis de Tocqueville analizó en su obra La democracia en América (año 1835) las causas que tienden a mantener una república democrática como la estadounidense. Entre ellas, destacó el término mores, es decir, los hábitos mentales que comparten todos los miembros de la comunidad. Para el francés, EE.UU. era el modelo idóneo de cultura cívica democrática, un pueblo con un espíritu moral que daban sentido al orden constitucional. Es decir, había una precondición para el establecimiento y mantenimiento del sistema, y no es otra que la puesta en común de unas condiciones sociales democráticas. En la actualidad, pareciera que el consenso social pre-democrático está siendo intoxicado por el virus del fanatismo y la irracionalidad. Si Tocqueville volviera a reescribir su obra lo haría, muy a su pesar, con lágrimas en los ojos.

Ayoze Corujo, Profesor-Tutor en Ciencia Política en la UNED

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