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Omnis Improbitas Exstinguenda
La historia de la Roma Antigua está marcada por multitud de personajes que no se caracterizaron por sus grandes hazañas, sino más bien por todo lo contrario. El conocimiento que tenemos de ellos, a menudo nos ha llegado por lo que nos contaron autores latinos que dejaron en sus obras semblanzas de estos individuos como ejemplo de lo que no debía ser el comportamiento esperado de un buen ciudadano romano. No era frecuente que estos protagonistas alcanzaran un castigo en vida, por eso los casos que nos han informado a través de los textos conservados de quien fue durante los últimos años de la república romana el abogado más famoso, Marco Tulio Cicerón, tienen el doble valor: no solo para conocer su pensamiento, sino también para obtener una radiografía de la vida judicial y los casos más escandalosos que se producían en aquellos años. En su libro Contra Verres, Cicerón recogió los discursos que pronunció en el año 69 a.C. en la causa en la que representó los intereses de los habitantes de la provincia romana de Sicilia contra su reciente gobernador Cayo Verres. El currículum de este senador romano era bastante extenso y estaba marcado por una trayectoria muy lejana a la palabra “impecable”. Antes de llegar a Sicilia, ya había afianzado su carrera política por medio del soborno, lo que le permitió obtener en el año 74 a.C. la magistratura de “pretor”, cargo político que en Roma tenía atribuciones principalmente judiciales. Como juez comenzó a prevaricar interfiriendo en las causas que estaban siendo instruidas por otros colegas para favorecer a los encausados que le pagaban un dinero a cambio. Cuando llegó como gobernador de Sicilia, aprovechó su mandato para extorsionar a los agricultores subiendo los impuestos de forma desorbitada, anulando contratos e ignorando de forma continuada las reclamaciones que los ciudadanos romanos le hacían. Esa fue la razón de que, a su retorno, los sicilianos contrataran a Cicerón para que llevara la acusación en su contra.
No podemos pensar que conseguir llevarle a juicio fue una tarea fácil. Como miembro del orden senatorial, conocía los entresijos del sistema, contaba con el apoyo de muchos miembros de su grupo y además contrató al otro gran abogado del momento, Quinto Hortensio. La causa se demoró todo un año en el que Verres y su abogado empezaron a utilizar todas las argucias legales e ilegales que estuvieron a su alcance. Intentó retrasar el juicio para que quien lo presidiera fuera un magistrado amigo personal de Verres, Quinto Cecilio Metelo, alegando que había que esperar que acabaran las fiestas de verano, o pretendiendo que se diera prioridad a otros juicios anteriores. El objetivo fundamental era tratar de impedir que su caso fuera presidido por Manio Acilio, pretor de ese año y difícilmente sobornable. Finalmente, el juicio comenzó en agosto, cuando Cicerón pudo presentar nuevas pruebas en su contra que frenaron cualquier otro intento de rechazo. El trabajo de Cicerón en este caso es conocido, como dije, por poner en evidencia la corrupción de un sistema político romano, la República, que en su proceso de transformación en un imperio territorial había fallado en crear los mecanismos de control para evitar que quienes ejercían las funciones de administración de los territorios o estuvieran al frente de la aplicación de la justicia no actuasen de forma corrupta y favoreciendo otros intereses. Lo de Verres no era un caso nuevo, sin embargo, la experiencia que se había incrustado dentro de la praxis política de la república romana había enseñado a los pobres ciudadanos que las élites político-económicas utilizaban los aparatos de Estado para beneficiarse y protegerse mutuamente. Cualquier intento de hacer depurar las responsabilidades, difícilmente llegaba a término o se solucionaba con penas meramente simbólicas. Ese argumento es que el va a presentar Marco Tulio Cicerón al comienzo de su discurso en contra de Verres y su abogado defensor, para justificar no solo la apertura del juicio, sino que después de mucho tiempo haya abandonado su función de abogado defensor, para ser parte de la acusación. No se trata de un caso aislado con el que castigar a un individuo particular, lo que Cicerón señala en su Contra Verres es que era necesario “extirpar y exterminar la prevaricación, que es lo que el pueblo romano demanda ha largo tiempo” (omnino omnis improbitas, id quod populus Romanus iam diu flagitat, exstinguenda atque delenda sit. I,8). Finalmente, Verres acabó siendo sentenciado, aunque antes de terminar el juicio y por recomendación de su abogado se marchó exiliado de Roma a la que ya nunca volvió y acabó siendo proscrito en el 43 a.C. por Marco Antonio.
No contamos con Cicerones en estos días, pero sí que abundan los Verres. Esta semana ha comenzado un caso judicial en nuestra ciudad que, salvando todas las distancias, no parece tan alejado de lo que ocupaba el tiempo a los antiguos romanos. Un juez que utiliza su puesto para, en contubernio con políticos y empresarios, tratar de manipular una causa que produzca no solo perjuicio a otra jueza, sino que favorezca de forma directa a los tres agentes en concurso. Si difícil fue llevar a juicio a Verres, igual de complicado ha sido conseguir sentar en el banquillo a este juez. Dilaciones, obstáculos, subterfugios, favores judiciales han estado a la orden del día. Todavía quedará esperar qué sentencia sale de estas jornadas. Difícilmente satisfará a todas las partes. Pero lo que sí se habrá conseguido al menos es volver a darle actualidad a la sentencia de Cicerón aquel agosto del año 69 a.C.: acabar con la prevaricación que el pueblo lleva pidiendo desde hace tiempo.
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