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¿Por qué está fracasando la izquierda?

Eustaquio Villalba

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Es un hecho evidente el fracaso de la izquierda política a nivel global. Los regímenes de izquierda en América Latina o, han sido desalojado por las urnas, o se han convertido en caricaturas dictatoriales de los proyectos “progresistas” del siglo pasado. Este fracaso se extiende a todos los niveles; desde la ONU, cada vez más impotente frente a los conflictos internacionales, pasando por la UE donde prosperan las ideas ultra-conservadoras y a nuestro país, como demuestra lo ocurrido en las últimas elecciones en Andalucía. Ante esto, los análisis del fracaso que hacen sus dirigentes tienen la misma credibilidad que sus anteriores autocríticas; eluden la realidad y siguen alimentando la confusión. Los análisis marginan, como siempre, una obviedad: no se pueden trocear los derechos humanos, su respeto es la base imprescindible para que una sociedad sea democrática. Nada, ni la mejor intención, aunque se haga por el bien del Pueblo, justifica que no se apliquen

Otra confusión que no ha querido resolver la izquierda es la de establecer claramente quién o quiénes son los titulares de los derechos fundamentales, si los individuos o las colectividades. Tampoco ha abundado la reflexión sobre las diferencias, y vías de resolución de los conflictos que puedan surgir para establecer la prevalencia. Esto queda muy claro en el caso del los nacionalismos pues aceptan la idea de que el derecho de autodeterminación de los pueblo prevalece y lo argumentan por ser un derecho que hunde sus raíces en la historia, que es previo a la democracia y anterior al Siglo de la Luces. Justifican los partidos de izquierda el derecho de autodeterminación de los pueblos con el establecido por la ONU para resolver el grave problema creado por los países europeos cuando colonizaron gran parte del mundo. Cuando llegó el momento de independizarse tras la tragedia de la 2ª Guerra Mundial, las nuevas naciones tuvieron que aceptar que sus fronteras eran las heredadas del colonialismo y éste las trazó sin tener en cuenta la existencia de sociedades aglutinadas en torno a la cultura, el idioma, la religión o cualquier forma de diferenciar a un conjunto de individuos, a una sociedad, frente a otra. Eso fue así porque nunca se ha podido definir con precisión el concepto “pueblo”, ha resultado imposible incluir en los textos legales una palabra por admitir tantas acepciones, tantas interpretaciones, que no puede tener concreción jurídica. Además, la derecha más conservadora ha asumido, como una de sus principales señas de identidad, la identificación de patria con nación, con pueblo. Para estos partidos, el pueblo, la nación, la patria, están por encima de los derechos de los ciudadanos y por eso es inherente a las ideologías conservadoras establecer las diferencias con los otros, con los que nos son de mi pueblo.

Las ideologías de izquierda modernas nacieron en el siglo XVIII con el término libertad por bandera. Una palabra que significaba aspirar a una sociedad igualitaria y para serlo, su Ley Suprema debe reconocer la igualdad jurídica de sus miembros y amparar los derechos de los ciudadanos. La Nación (que no patria), es una sociedad en la que sus miembros (independientemente de sus creencias, idiomas, etnias o costumbres) deciden vivir bajo una ley común que garantiza sus derechos frente a la arbitrariedad. En el siglo XIX los teóricos de la izquierda, en base a esos principios, se proclamaban internacionalistas y, en su mayoría, abominaban de términos como patria, religión o monarquía. Frente a eso, las ideologías conservadoras inventan el concepto de patria (hasta el siglo anterior se pertenecía a una monarquía, independientemente de otras consideraciones territoriales, lingüísticas o religiosas). Como aglutinante del nuevo concepto pusieron el acento en las diferencias con los otros y tuvieron mucho éxito. Se dieron cuenta que a la hora de tomar decisiones colectivas las emociones tienen más peso que los argumentos basados en la razón. Los prolegómenos de la I Guerra Mundial fueron clarificadores pues en esos años, las izquierdas abandonaron el internacionalismo, la solidaridad de clase, para incorporar a su discurso ideológico el “derecho de los pueblos”, el nacionalismo, el apoyo a la patria por encima de la solidaridad entre los proletarios del mundo. El enemigo no es el sistema capitalista, son los de enfrente, los que hablan distinto, rezan a dioses diferentes o tienen costumbres que no entendemos.

Cuando acabó la Gran Guerra, dos grandes novedades trastocaron Europa: la revolución rusa y el triunfo del nacionalismo; tanto, que fue propuesto como elemento clave para el trazado de las nuevas fronteras surgidas con la derrota de los imperios europeos. El comunismo, que se puso en práctica en la Rusia revolucionaria, dejó en el camino los fundamentos del pensamiento progresista que no son otra cosa que la igualdad y la defensa de los derechos democráticos para todos sin excepción. El resultado fue la dictadura del proletariado y la transformación de una ideología política en una nueva forma de religión sin dioses, pero con libros sagrados, padres fundadores, reliquias, procesiones, cadáveres incorruptos, herejes, etcétera, etcétera, y que apelaba a los sentimientos para justificar la ausencia de libertades y de derechos democráticos de sus ciudadanos. Así se entiende que en la URSS el tema del nacionalismos tuviera entre sus teóricos al mismísimo Stalin y que impuso incluirlo en la constitución (la primera del mundo en incluir el derecho a la autodeterminación de los pueblo en su articulado) o que apelara a la “Madre Patria” en la guerra contra los nacional-socialistas alemanes.

Al término de la Segunda Guerra Mundial se hizo evidente el enorme daño que el nacionalismo había infringido a la humanidad y obligando a muchos dirigentes y pensadores políticos a buscar la manera de limitar las consecuencias de convertir unos sentimientos en ideología política. Para eso crearon un organismo internacional, la Organización de Naciones Unidas (ONU), que supusiera la progresiva aceptación por parte de los países miembros de los derechos humanos y, también para expresar así una meta colectiva: la utopía de un mundo sin fronteras. En la Europa de la posguerra esa idea caló y dio lugar al Mercado Común y después a la Unión Europea.

Pero la ONU tuvo que hacer frente a la descolonización, a un proceso que permitiera a los habitantes de los territorios colonizados decidir su futuro sin la tutela interesada de sus metrópolis. Éstas no cedieron fácilmente, su oposición dio lugar al nacimiento de los Movimientos de Liberación Nacional y que, en su mayoría, fueron apoyados por la URSS con armas y con mucha retórica izquierdista, pero siempre en función de sus intereses de gran potencia. Esta lucha por la descolonización tiene otra cara: la revolucionaria. Había que conseguir la independencia pero también la revolución. El grupo armado se hace con el poder para imponer sus convicciones al resto de los ciudadanos y, para eso, sobra la democracia y los derechos humanos, bastan las armas. Muchos de los que consiguieron llegar al poder se convirtieron en dictadores con discursos “progresistas”. Afortunadamente también se dieron casos como el de Mandela.

Por desgracia, todavía hay sectores de la izquierda que siguen pensando que el llamado derecho “a decidir” es uno de los derechos democráticos básicos. Si en el país vasco esa concepción derivó en un grupo terrorista, eso sí con palabrería de izquierda y hechos propios de la extrema derecha; en Cataluña ha unificado a la derecha conservadora y corrupta tradicional con la extrema izquierda que se dice anticapitalista. Les une que todos ponen la prioridad en la independencia y en su rechazo (en alguno de sus miembros más teórico que real) a la violencia, en el recurso al voto del pueblo catalán que, según los independentistas, es quién ha de decidir lo que ellos quieren que decidan y eso está por encima de cualquier otra norma. Pero el problema para el pensamiento de izquierda sigue siendo el mismo: ¿quienes son el pueblo catalán? ¿Todos los que nacen en un determinado territorio? ¿los que residen? ¿interesa igual la independencia a los ricos que a los pobres o a los inmigrantes? ¿En qué se benefician los menos favorecidos con la independencia? En la Europa sin fronteras ¿tiene sentido poner una nueva?

Es evidente que hay una incompatibilidad frontal entre los principios que debe sustentar el pensamiento de izquierda y el sentimiento nacionalista, que no ideología. La igualdad y el respeto a los derechos humanos no tiene nada que ver con los sentimientos, están por encima de ellos, pero éstos sí tienen que ver con el nacionalismo, con las banderas y con lo bonito que es mi pueblo. No hay mucho margen para el optimismo cuando uno de las personas con mayor crédito intelectual en el partido de Podemos, el diputado Errejón, dice, ante el auge del nacionalismo españolista, que la izquierda debe asumir el concepto de patria. Así nos va.

La izquierda lo que en mi opinión debe asumir es que no puede trasgredir sus valores básicos con la justificación de ganar votos. No es admisible desde el pensamiento progresista dar medallas y reconocimiento a Vírgenes como han hecho en Cádiz. Tampoco se puede justificar saltarse el respeto de los derechos humanos para mantener puestos de trabajos. Una sociedad gobernada por partidos de izquierda debe ser laica y defensora de los derechos básicos de los individuos, tanto como marco base de la convivencia social como para el desarrollo de su programa político.

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