Ante el atropello propiciado por este mando policial, los medios de comunicación se afanaron por hacerle entrar en razón -costó lo suyo, dado el perfil del elemento- y le arrancaron un exiguo espacio de seis metros cuadrados en el que se apiñaban alrededor de veinte personas, peligrosísimas todas ellas y armadas con cámaras fotográficas y de televisión. El número iba creciendo a medida que iban apareciendo otros informadores que acompañaban a los de Aragonés desde la Península. Según aparecían por la puerta y si no andaban listos eran cazados y conducidos al improvisado gueto. A eso, súmenle que las espaldas de los agentes se afanaban por tapar huecos, con lo que el trabajo se hacía más difícil aún. Uno de los periodistas gráficos, hartito de tanto maltrato, se atrevió a preguntar si era necesario que les impidieran realizar su trabajo con esos modos y recibió por respuesta una amable amenaza. En resumen, que lo que es tan sencillo como llegar hacer una fotografía y marcharse se convirtió en una gymkana en la que se dejaban atrás los obstáculos colocados por quienes deberían eliminarlos.