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Constantine vuelve a ganar otra apuesta

Miguel Jiménez Amaro

Se dirigieron al Kiosco de Garrafón bajando por A. Pérez de Brito. A la altura del Callejón de Reyes, Antonito Tostonera tenía cogido por la pechera al Bambayo Degenerado que abusaba de niños en aquel lugar. Estaba este zagalote al acecho de más niños cuando Antonito lo volvió a sorprender. Antonito, antes de empezar a insultarlo, se dio cuenta de que una señora, Maguisa, Magui, estaba asomada en la ventana de la casa en la que trabajaba, se dirigió a ella, y le dijo: “Señora, haga el favor de meterse para dentro de la ventana, que voy a llamar a este degenerado hijo de puta, y no quiero que usted escuche esa palabra”. Antonito, una vez la señora se metió dentro de la ventana, escupió la palabra que tanto estaba conteniendo, y le propinó otra paliza al Bambayo.

En la zapatería de Don Félix Pata, en la Acera Ancha, estaba Andrés Papajo, gran narrador de películas, haciéndose pasar por maestro de escuela ante una señora que le preguntaba por dónde había estado, que llevaba tanto tiempo sin verlo. Él le respondió, sin desparpajo, que dando clases en La Gomera, que había ido en una falúa a llevar un piano; La Gomera no tenía maestro, y se quedó, para darles clase a los chicos. “Mira que conoce usted; yo sabía lo del piano, que se puso a tocarlo entre medio de la travesía, y que los tiburones, de lo bien que usted tocaba, hicieron de la estela del barco una pista de baile, pero que era usted maestro escuela, no. ¿No será esta historia una de esas películas que usted cuenta tan bien?”. Don Félix  Pata, que ya no aguantaba más la rabia que iba albergando su cuerpo, le dijo a la señora: “No le haga caso, que es un mentiroso, que no es maestro escuela, no es nada, y que no sabe lo que es ni el tutú ni la tatá”.

En la desembocadura de la calle Garachico con la A. Pérez de Brito estaba la zapatería de Deogracia, otro remendón. Un chico asomaba la cara por un lado de la puerta para llamar al zapatero Caja. El chico repetía la maniobra hasta que el remendón, que encolerizaba muy pronto, le tiró con lo primero que tenía a mano, que sería un zapato que estaba arreglando, ¿qué si no?, con tal mala suerte para Deogracia que pasaba la guagua, y el zapato fue a dar dentro de ella, tras la que Deogracia salió corriendo, y el sinvergüenza del chico detrás de él, riéndose y volviendo a llamarlo, Caja, Caja, Caja.

Fellini, en medio de estas vivencias, se encontraba como unos espaguetis en una salsa boloñesa, como en sus películas, como en su pueblo; aún con su cara y espalda doloridas y rayadas, tan rayadas como rayas tiene el cuerpo de un tigre.

A la altura de la calle en la que se encontraban tenían dos opciones para llegar al Kiosco de Garrafón. ¿Por cuál calle creéis que siguieron, por la calle Real, o por la de Garachico? Por Garachico. ¿No? ¡Como conocéis a Miguel!

Fellini no había tenido tiempo de pasar todavía por Garachico, no conocía aún esa calle, que le prendó, aunque el paso por ella fue fugaz, como un meteorito. La calle le pareció un universo, desde la casa de Doña África, hasta La Recovita. En el rápido caminar por ella solo dio tiempo para que Miguel le señalase la casa en la que había nacido dos veces, de cuyo zaguán salía corriendo Miguel La Cabra, con un camioncito amarillo que le acababa de expropiar a Chuchú, uno de los niños que constelaban aquel firmamento de calle. Fellini habló con Miguel de venir otro día a visitar esa calle tan llena de vida, e intentar conocer a ese niño, Chuchú, al que acababan de dejar huérfano, de por vida, de aquel su juguete preferido.

Miguel y Fellini fueron los últimos en llegar a la barra del Kiosco de Garrafón, seguían hablando de la calle Garachico. Manolo, que fue el primero que había llegado, pidió Cava Integral de Llopart, e invitó a una botella al Asesino y al Inductor, que tenía la cara más rayada que la de un tigre. Constantine le dijo al Inductor que le apostaba una comida a lo grande, a que Fellini tenía en la cara una raya más que él, y que eso lo verían pronto, pues estaba al llegar. El Inductor dijo que de acuerdo, pero que de todas maneras:“¿Qué es una raya mas, o una raya menos para un tigre?”. “En este caso, perder la apuesta, y pagar la comida”, le replicó el conspicuo detective.

Nada más llegar Fellini, que venía con Miguel, Ninnette empezó a contar todas las rayas que tenía en la cara, y Lissette hizo lo mismo con El Inductor. Constantine, con una tranquilidad celestial, fumaba Águila Blanca, uno tras otro, seguro de que ganaría la apuesta, como le había ocurrido siempre que apostaba.

Constantine venía pensando durante todo el trayecto desde Las Cosas Buenas de Miguel  hasta el Kiosco de Garrafón, en el tercer caso del que les había hablado en el Bar Costa Azul y en Casa Katia,  a Fellini, La Mistola   y Maguisa. Recordad que Constantine habló de tres casos, el de El asesino del Plus Ultra, el de La alemana de La Cuesta, y el de Los militares franceses deportados por De Gaulle. Constantine había cerrado el primero, la noche anterior en El Quitapenas; el segundo lo tenía a medio cerrar esa tarde noche en el kiosco; y el tercero, ya se estaba empezando a sentir cada vez más dentro de él.

Ninnette contó sesenta y nueve rayas a Fellini en su cara, la misma cantidad que las sillas que le habían roto a Manolo la noche anterior en su espalda. Lissette contó sesenta y ochos rayas en la cara del Inductor, que gritó: “¡Bravo, los invito a comer a todos, por lo original de la apuesta, y por lo sagacidad de este señor al que acabo de conocer!”. El Inductor no sabía del todo todo lo sagaz que podía ser Constantine.  Pronto lo sabría. 

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