El año nuevo

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Uno se acerca, te mira y dice “feliz año nuevo”. Luego se aleja y tú te preguntas qué habrá querido decir con esas tres palabras, qué misterios encierran, qué clase de mensaje guardan. Hace muchos años oír esas palabras era para mí algo mágico; era como si con ellas se abrieran puertas, corredores, pasadizos oscuros hasta entonces, y pudiera empezar a caminar por ellos. Era un comienzo, una inauguración espléndida llena de luz, una esperanza. Y entonces, cuando llegaba la hora de escuchar las campanadas y brindar con todo bicho viviente y besarte con quien más te apetecía, pasaban por tu cabeza deseos y peticiones, ruegos y preguntas como en los grandes momentos de tu vida asamblearia cuando ir a misa del gallo con tus padres católicos y apostólicos era una tontería, pero celebrar cualquier estupidez derivada del cuaternario era un ritual obligado que te hacía parecer moderna, progresista y más lúcida que nadie. Los yanquis eran unos palurdos sacados del lejano oeste que inventaban fiestas para hacerse una edad media a la medida, para tener historias propias. Celebrar el año nuevo era una de esas fiestas tan divertidas y novedosas como el árbol de Navidad, Papá Noel o día de Acción de Gracias. Venía de Estados Unidos y eso era bueno, como el plan Marshall o las películas de John Ford. Sin dudarlo. Y tú, como una idiota, aprendías a celebrar cualquiera de ellas.

Entonces empezaban los amigos a ponerse pajarita, un cucurucho de papel en la cabeza y los bolsillos llenos de confeti. Te invitaban a su casa a celebrar el fin de un año y el comienzo del otro. Y así fue durante décadas. Luego llegarían las desilusiones y el convencimiento de que aquello era una tontería como la copa de un pino. Que darse un beso con un desconocido, un anónimo salido de cualquier esquina en mitad de un baile o una cena multitudinaria en un restaurante adornado con cintas, bombillas y serpentinas, era una solemne majadería; o cuando te dabas cuenta de que chocar las copas o beber de aquella manera desproporcionada y sin rigor no tenía mayor sentido que hacerlo en agosto o en primavera celebrando un cumpleaños. Y, entonces, te preguntabas qué hago yo aquí si a mí lo que me gusta es quedarme en casa viendo ese programa que dan a partir de las doce y en el que salen cómicos y bailarinas, cantantes y personajillos que dan besos al aire y dicen frases que no tienes que traducir.

Y, un 31 de diciembre, como hoy, volverías la vista atrás y comprenderías lo inútil de todos esos aspavientos. Que lo importante no es que el año empiece con deseos y advertencias; lo importante es poder mirar hacia atrás y recapitular, ordenar el tiempo y la memoria de las cosas y hacer el recuento de lo que has amado, lo que has perdido, lo que has descubierto de los demás y de ti misma. Que la enfermedad y la muerte han pasado ligeras por tu puerta; que las heridas se abrieron y cerraron; que el cariño llegó para quedarse, y que, en definitiva, has conseguido navegar contra viento y marea; surcar los mares con cierta calma chicha; conocer el fondo del océano y rescatar de él lo imprescindible. Que tal día como hoy aún puedes decirte a ti misma que eres libre y todavía eres capaz de caminar con la cabeza bien alta y el corazón cargado de buenos deseos; que, a pesar de las desdichas leídas y escuchadas, a pesar de los males conocidos y padecidos por tus compañeros de viaje, tienes la fuerza y la valentía de seguir caminando hasta que llegue el día en que puedas volver a abrazarlos.

Elsa López. 31 de diciembre de 2020

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