Arena en las palabras

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“No se pasa de lo posible a lo real, sino de lo imposible a lo verdadero” (María Zambrano (1904-1991).

Los volcanes expulsan magma que se hace lava en contacto con el oxígeno, expulsan ceniza que se hace arena en alto penacho negro; los volcanes siembran dióxido de azufre en alta nube blanca, a veces, azufre esencial, una pincelada de amarillo limón sobre el cono oscuro. Del ser humano brotan palabras blancas, que se hacen tiernas en el amor; del ser humano asustan palabras negras que se hacen terribles en el odio; luego está el dolor y la pena, que en contacto con el oxígeno, produce una colada de angustia y otra, si se tiene suerte, de resistencia. Más allá del volcán, o mejor, más abajo, está la devastación, pero resulta que ésta se halla dentro de los pechos, dentro de los cuerpos cansados; en realidad, hay dos devastaciones: una va por dentro, sin aire, por ocultos tubos metafísicos que surgen y se esconden de improviso, y la otra “malandanza” va por fuera, como una costra al sol, como un caparazón sobre el que se tumban las lagartijas de la mala suerte; más allá y no por debajo, sino por encima, donde no se alcanza, aparece la justicia, como un cartel que nos advierte en el camino, un mensaje publicitario que no podemos descifrar, una estatua con la espada en alto y una inscripción al pie, que dice que nos demos la vuelta, que detrás de ella no hay nada, al igual que en el misterioso micro relato La advertencia de R. F. Burton. Así, con múltiples brazos candentes, con túneles y bocas humeantes, con advertencias y caídas de vértigo, con preguntas sin respuesta, se forma la larga colada de la condición humana. ¿Pero están enterradas las palabras? ¿O sólo las preguntas? La Historia es un volcán que nunca calla, su griterío constante, ensordecedora la bulla de los que triunfan y sordo el grito de los vencidos, la sangre de los héroes tiñendo de rojo el campo de hinojos en la batalla de Maratón, la playa de arena dorada curando las heridas con la sal del mar, sin embargo, todas ellas mortales; la Historia y sus olvidos, más graves aún, enrojecen el cielo y dejan marcada la señal prometeica de tener que reconstruir el mundo sobre las ruinas de la ambición humana. “No se necesita valor para hacer lo único que puedes hacer”, escribía John Steinbeck, en esa odisea contemporánea que es su novela Las uvas de la ira. Nosotros, simples palomillas de la luz, creemos que no seremos devorados por el fuego porque ahora nos salva un cristal. Peatones de la Historia tras el parabrisas de los días. Pero el cristal es endeble, la llama crece y el viento aviva el fuego. Esa es toda nuestra seguridad: parece que un cristal sostiene toda la sociedad del bienestar, por eso se tambalea.

La pandemia de la Covid-19, sus trágicas y dramáticas consecuencias, vinieron a advertirnos de nuestra extrema fragilidad como sociedad que creía, inocentemente, en su capacidad de ser competente ante los desafíos; con una sanidad desmantelada desde 2008, a raíz de los recortes y la excesiva privatización, obligada por las compañías de seguros que financian a los partidos de derechas, tuvimos que afrontar los virus con tirachinas y bolsas de basura a modo de protección, mientras los pijos del barrio madrileño de Salamanca, obligaban a sus criadas ecuatorianas, a tocar la cacerola como protesta ante el confinamiento decretado por el Gobierno, en este caso, un gobierno de izquierdas, ya que tenían el mono, insoportable y más doloroso que el propio virus, de ir a jugar al pádel en el Casino. El mejor de los mundos posibles de Leibniz o el optimismo capitalista, rendido, de rodillas ante la mascarilla de Voltaire y la dura realidad. Cándido por un tubo y si no, El Quijote contra la amnesia colectiva. Patética semi democracia, confinada y paralizada, que se observó, por fin, a sí misma: débil, irreconocible y desnuda; y lo peor, sin consenso político en unos momentos muy delicados, donde todos estábamos un poco perdidos. Pero los hay que estaban y están mucho más perdidos aún, como Pablo Casado, que a instancias del paranoico Aznar y de la Faes, entró a degüello, llegando incluso a oponerse a las considerables ayudas europeas, tan necesarias para todos, para todos los españoles ante el evidente parón económico. Todos nos jodemos, pero él y los del cortijo se salvaban, por cantamañanas. Este farsante machista, que ha llamado, sin cortarse un pelo, aquelarre a una reunión de cuatro mujeres de izquierdas, es decir, reunión de brujas, después de la masacre histórica de inocentes, hecha, al fin y al cabo, por “los que él defiende”, y que hoy en día, pretenden una revisión histórica, que comienza en Jesucristo versus la Dolorosa Ayuso, (Aristóteles y Platón, no cuentan), y acaba en el franquismo, porque la República fue aplastada y pisoteada por la gallina de los huevos de oro. La Santa Inquisición hizo mucho daño en España, donde no se ponía el sol, pero en el resto de Europa también fue terrible. En Alemania del siglo XIII al XVIII, 100.000 sospechosos de brujería fueron a juicio y seguidamente ejecutados. A finales del siglo XVI, en la Francia de Enrique III, más de 30.000  brujas fueron llevadas a la hoguera. En 1775 tuvo lugar la última ejecución donde una bruja fue acusada de hechicería en Europa. Más tarde, a las brujas les pusieron otros nombres, “sufragistas”, “negras”, “rojas” y demás, y su exterminio llena otras vergonzosas estadísticas, pero los que las persiguen siempre han sido los mismos. De ese horror hacen chistes malos, entre los suyos y sus mujeres y sus hijos, bajo la misma cruz y el mismo rey de todos los siglos. Según la decadente derecha española, todavía hay brujas en Valencia. Y algo habrá que hacer con ellas. Arena sobre la sangre y sobre la Historia, arena negra echan algunos para ocultar sus desmanes. Este pijo que puede un día gobernar un país de pandereta, si la luna pálida de Ayuso y sus secuaces lo permiten, cree en su oligofrenia, que la energía fotovoltaica funciona solamente cuando alumbra el astro solar, desconociendo, dejándonos a todos perplejos, que la energía se puede almacenar, cosa que no ocurre, al parecer, con la inteligencia en su pobre cerebro; está clarísimo que debería empezar de nuevo en párvulos y aprender a hacer la “o” por un canuto en un colegio de monjas, para que se sienta como en su casa. Si hubiera un niño que enarbolara la verdad en el PP, cosa que dudo mucho, éste diría que “el rey está desnudo”, cuando todo el mundo lo está viendo y nadie lo dice, porque es el rey, como en el famoso cuento. Tal cual los hechos. El máximo dirigente del PP, hizo lo mismo con la Covid-19 que lo que Abascal y los franquistas de Vox, acaban de hacer en el Congreso hace pocos días, votando en contra de la ayuda de 214 millones de euros propuestos por el Gobierno de Pedro Sánchez para los damnificados por el volcán de Cumbre Vieja. “Miserables” es la palabra. No lo olviden, para cuando se les ocurra venir a esta isla herida a buscar votos. Menos mal, que el partido ultra fascista no tiene representación en la isla de La Palma, por ahora; menos mal, que por una vez, se ha logrado cierto consenso político entre cuatro partidos, algo que es de agradecer, ante la alarma y el impacto que el volcán está suponiendo para 7.000 personas desplazadas desde hace sesenta días. Palmeros, canarios y españoles, en ese orden, humanos, en definitiva, pero por encima de todo, muchísimo mejores personas que vosotros, que dais vergüenza. Quizá, sólo la desgracia puede decir quiénes somos realmente. En este caso, qué clase de alimañas sin piedad son algunos. En la felicidad se puede uno olvidar de las cosas, de los hechos, de las palabras, pero en la desgracia hay que tomar nota. Ya lo apuntaba León Tolstoi, en esa impresionante novela que es Anna Karenina, aunque se refería a las familias y a su problemática, venía a decir que, en la dicha, todos somos felices de una forma parecida, pero en la adversidad, cada uno es desgraciado a su modo.

Los volcanes a lo largo de la Historia han atraído a los hombres de letras y estos han dejado palabras a las que hoy acudimos al no encontrarlas en nosotros mismos. El sacerdote de Todoque, Alberto Hernández, cuya ermita fue arrasada por la colada del volcán de Cabeza de Vaca, hace una semana decía en la Cadena SER: “Antes, venía la gente e intentábamos calmarlos con palabras; ahora, ya no hay palabras, sólo abrazos”. El volcán oculta las palabras como la arena negra cubrió las colmenas; las palabras tienen que hacer lo mismo que las abejas y alimentarse de la miel que guarda el ser humano en la despensa del pecho, en previsión de tiempos de miseria, hasta que todo cambie y las palabras vuelvan a ser innecesarias. El gran poeta italiano Giacomo Leopardi (1798-1837), se instaló en 1836 en Villa Ferrigni, en las faldas del Vesubio, donde compuso, un año antes de su muerte, un poema bellísimo, La retama o la flor del desierto, he aquí un fragmento:

“Y en el horror de la secreta noche,

por los teatros vacuos,

por los templos deformes y las deshechas

casas, donde su parto el murciélago oculta,

como siniestra tea

que por palacios vacíos lóbrega rueda,

corre el fulgor de la funesta lava

que de lejos entre las sombras

rojea y los lugares a su entorno va tiñendo.

Así, del hombre ignora y las edades

que él llama antiguas, y del pasar

de abuelos a nietos,

siempre la naturaleza está verde, mejor, avanza

por un largo camino

que parece fija. Y mientras, caen los reinos,

pasan gentes y lenguas: nada ve ella,

y el hombre se arroga de eternidad la gloria“.

Johan W. Goethe (1749-1832), cuaderno de notas en mano, visitó por tercera vez el Vesubio en 1816. Un espíritu ilustrado como él, dejó en su obra Viajes italianos, estas palabras:

“Pero pude experimentar cómo trastorna los sentidos un enorme contraste. La transición de lo espantable a lo bello y de este a lo terrible, hace que se anulen recíprocamente, provocando en nosotros un estado de indiferencia. De fijo sería el napolitano otro hombre si no se sintiera cogido entre Dios y Satán”.

El historiador francés Fernand Braudel (1902-1985) escribía en 1923, en El Mediterráneo y el mundo: “Desde el siglo I a. C. hasta nuestros días, sucesivas erupciones han hecho emerger una serie de islas e islotes volcánicos en el agua que cubre el antiguo cráter, y todavía hoy el mar bulle a la altura de Santorini, la isla de extraños colores. El fuego, pues, sigue encendido bajo la marmita del diablo”.

Viene el fuego a levantarse y no es la luz lo que se extiende, sino la sombra. Impacta la brutalidad del destrozo, la isla tiembla, nos despertamos y nos acostamos con el alma en vilo. ¿Cómo explicar el mundo sin el peso de la sombra? En Oriente la sombra es parte intrínseca de la belleza; en Occidente tiene un carácter más negativo, aquí el semblante es, a veces, sombrío, la sombra amenaza; sin embargo, los pintores sabemos que sin sombra no hay consistencia, ni volumen y las luces se pierden sin el concurso de contrastes que la oscuridad obliga. Para que un cisne blanco sea realmente bello, tiene que tener un par de cuervos negros al lado. Está la sombra del cuerpo que es igual a nosotros; está la del pensamiento que es igual a nuestro desengaño; y está la sombra que este volcán en activo deja sobre nuestro territorio, sobre nuestro esfuerzo y el de nuestros antepasados. Y dicha sombra es igual a la pena, igual a la arena; y siendo tan negra como ésta, sólo es fructífera con el paso del tiempo. Las cenizas que el volcán emite al cielo, que anegan nuestras viviendas, que hacen que el paisaje parezca un belén lanzaroteño de una asociación vecinal, con la acción de la ley de la gravedad, con los vientos, con los movimientos de las olas y las corrientes marinas, algún día crearán más de una playa, y en ella, Antonio verá asombrado un día de verano, cómo Lola, bellísima, sale del mar. El volcán ya estará apagado aunque el fuego de la marmita del diablo siga encendido, y el amor, siempre el amor, creará luces y sombras sobre la arena lavada por la sal, la arena negra de una playa nueva más reciente que el mismo amor que a ella acude a salvarse. Ah, la vida se sacude como la cola de un cocodrilo, después descansa, es cuestión de aliento y de cariño. Más allá el mar, que al decir de Ramón Gómez de la Serna, es una prolongación de nuestro territorio. Entre la roca y el mar, los dioses siembran arena como una argamasa que suelda los dos mundos, los opuestos quedan unidos por la suavidad de una playa; los amantes logran un acomodo, y se duermen al rumor de las olas. Por eso, el mar está lleno de palabras cuando la arena rompe en la sal de los labios. Por eso, los besos de las sirenas de las islas son salados. Cuando las palabras tienen arena, hay que aprovecharlas para pulir las líneas del pensamiento.

Óscar Lorenzo

San Andrés y Sauces, Isla de La Palma

18-11-2021 

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