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La oportunidad perdida

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Un proverbio chino dice: “Hay tres cosas que nunca vuelven atrás: la palabra pronunciada, la flecha lanzada y la oportunidad perdida”. Cierto. Es un planteamiento que me hago últimamente. ¿Dónde está mi oportunidad? Me pregunto. ¿Qué debo hacer en este tiempo que me ha tocado vivir: quedarme encerrada en casa, en mi calle o en mi pequeño núcleo de población sin salir, sin viajar, sin relacionarme con el mundo y con la gente en la que aún creo, o tirarme al monte, desobedecer al miedo, hacerle frente y arriesgarme a vivir como creo que debo vivir, haciendo lo que me gusta, lo que me sirve para seguir latiendo por dentro y por fuera? Sé que no debo exponerme, que soy eso que llaman una persona de riesgo, alguien a quien su edad, sus achaques y dolencias la convierten en una presa fácil para cualquier virus que ande suelto por ahí buscando botines fáciles de devorar, pero no quiero sentirme así. No deseo sentirme así. Y si los años que tengo (en enero cumpliré los 78) no me han impedido escalar montañas más altas, no dejarme abatir por tormentas más fuertes, no deseo hacerlo ahora y esos quince o veinte años de vida que me quedan quiero vivirlos con la misma ilusión y la misma esperanza de los treinta cuando uno creía comerse el mundo a pedazos.

No quiero encerrarme meses o años para evitar los peligros que nos acosan y, o, dicen acosarnos. Si leemos, oímos o seguimos las informaciones, no queda otra que ponerse el pañuelo, recogerse el pelo, colocarse la careta y acostarse mirando hacia arriba esperando que lluevan nubes cargadas de lluvia y caramelos. O eso, o levantarse y salir a la luz del día (¡Dios mío que me olvido de lo que somos ahora y ya he salido dos veces sin salvavidas y he de volver a casa a ponerme la mascarilla de anti parásitos, anti sonrisas, anti virus, anti muerte!) con una pantallita pintada de flores de colores sobre la nariz y la boca y sonreír con los ojos y clavarse las manos sobre el pecho y expresar que quieres vivir y amar como siempre a todo el que se te cruza en el camino. Eso quiero. Levantarme, salir a la calle y cruzar las líneas blancas de nuestra vida cotidiana y acercarme al puesto de la ONCE donde me espera Encarna cada día con la ilusión de darme un premio alguna vez; y tomarme un café, leche y leche a pesar de mi endocrino, en los bares que me hacen sentir a gusto con el resto de la humanidad; y, luego, pasear calle arriba hasta el mercado para comprar el pan y la fruta y hacer todo eso con la alegría de seguir de pie.

Y si salgo de la isla y me aventuro cielo arriba hasta llegar al norte de ese inmenso país que es Europa, lo haré deseando acercarme un poco más a la poesía, a los amigos que escriben, a los lectores que disfrutan saboreando esas lecturas. No me valen sentencias, discursos, amenazas de nietos y parientes. Salgo y viajo y extiendo mis alas todo lo que puedo. Y si un día caigo en ese vuelo, que sepan todos que fue porque lo quise así. Ni las palabras que he dicho o escrito ni las flechas que he lanzado en todas direcciones, ni las oportunidades que he tenido y aún tengo, quiero desperdiciarlas porque esas tres cosas no vuelven nunca atrás. Ni lo bueno o lo malo que dije, ni las heridas que causé o me causaron, ni las oportunidades que me ofreció la vida y no dejé escapar o sí que lo hice, no regresarán jamás. Y por esa razón no vale meterse en casa, esconder la cabeza debajo de las alas y esperar el desastre universal, el fin de los tiempos, los cuatro jinetes del apocalipsis. No. No vale. No quiero pecar de optimismo universal ni lanzar consignas de pijojipis (palabra recién inventada que define a los que proclaman libertad y vida sin ataduras enarbolando la tarjeta oro de papá para salir de apuros cuando las dificultades hacen imposible comer del aire o vivir del cuento) que atentan contra la salud de los demás por querer predicar lo contrario de lo establecido cuando a veces lo establecido es oportuno, prudente y tiene su razón de ser. Platón tenía razón. Lo mantengo. El bien público es del pueblo y el pueblo debe procurarlo como debe procurar la justicia y la belleza para todos por igual. Los gobernantes no son más que instrumentos que el pueblo utiliza para conseguirlo. Pero el pueblo debe pensar sobre lo que es el bien común no solamente el bien de unos pocos, y obrar en consecuencia. Los filósofos presocráticos ya lo adelantaron. Ellos y nosotros hemos aprendido mucho de los chinos que nos regalaron sentencias y proverbios y una forma equilibrada de ver la vida y vivirla

sin necesidad de devorar a nuestros hijos y a los hijos de los demás.

Elsa López

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