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A pelo, de dos en dos

Juan Capote

A pesar de su aspecto poco agraciado, “Chispita”, antes de salir de La Palma, solo fue batido en su primera carrera, cuando aún estaba apotrado y falto de preparación. En aquella época todas las competiciones se hacían “a pelo”, sin silla de montar y transcurrían sobre considerables distancias. Los caballos pugnaban de dos en dos, siendo todos nacidos en La Palma, productos de cruces entre hembras descendientes de las antiguas jaquitas canarias y sementales del Ejército con origen árabe. Chispita no fue una excepción pero era el mejor, imbatible. En la Bajada de la Virgen de 1965 tuvo que ganar a tres de los caballos más destacados de la isla, uno a uno, para alzarse con el triunfo.

El propietario del animal era mi primo Diego, joven y brillante empresario, aunque ejerció como tal nuestro común pariente Luis, al que siempre recuerdo con una expresión cariñosa. Sin embargo, entre todo el equipo establecido en torno a “Chispita”, perdura en mi memoria un personaje: Ñamero. Ese era el nombre de su jinete, un joven muy seco de carnes quien, a pesar de sus marcadas facciones, inspiraba y transmitía la bondad y nobleza del campesino canario.

Los animales en invierno, cuando en los pueblos se dejaban de celebrar las fiestas, se “refrescaban” enviándolos a pastar a las relvas, donde les crecían la panza y el pelo, para recuperarlos en primavera e iniciar su entrenamiento, el cual muchas veces se hacía de noche para que los dueños o partidarios de los otros caballos no pudieran conocer su estado de forma. De cualquier manera, las sesiones acababan con un caballo sudoroso y unos empapados pantalones del jinete.

Más tarde, mi primo decidió vender el caballo que acabó en manos de un propietario de Gran Canaria. Pero volvería.

Poco después de desaparecer de la isla, comenzó a destacar otro cuadrúpedo, el “Jerezano”, nacido en Garafía, donde, según se comentaba, llegó a vencer a tres equinos que se relevaron en aquellas pesadas cuestas. Era un animal con más talla que “Chispita”, tordo como él (“moro”) y mejor agraciado, un fenómeno... El équido trabajaba en el monte, cargando todos los días hasta que, sin solución de continuidad, se le cambiaba el cabestro por la cabezada, para la carrera que tuviera lugar. Fue desde luego un fuera de serie, del que no se conocía ninguna derrota. Por tanto, había que traer un animal foráneo para poder dar emoción a la carrera.

Unos años atrás, los pasenses habían tenido un escarmiento cuando enfrentaron al legendario campeón “Alma de Tacande”, con un caballo de Gran Canaria. Tras haberlo acechado en los entrenamientos, los habitantes de El Paso se lanzaron a apostar, pero “casualmente”, a última hora, el primitivo caballo hubo que ser remplazado por otro, debido a una cojera. El “Alma” entró caminando en meta a considerable distancia del sustituto. Por eso la idea de traer una montura conocida fue acogida favorablemente por los aficionados. Así que “Chispita” regresó a La Palma, al pueblo donde había sido entrenado con dedicación y mimo.

La carrera despertó una enorme expectación y trascurriría por el trayecto clásico de la época. La salida se iba a dar junto a la plaza vieja y la meta estaba en el “Pino de la Virgen”, donde se celebraban las fiestas. En total un recorrido de unos cuatro kilómetro y medio con un desnivel de trescientos cincuenta metros, muy acentuados cerca de la salida y, especialmente, en la llegada.

Ese día me fui con mi familia a la zona de “Valencia”, desde donde se podía observar una buena parte del trayecto, aunque no el final del mismo. Tras el habitual retraso, oímos el volador el cual indicaba el principio de la carrera. Nerviosos, esperamos hasta que unos minutos después apareció el “Jerezano” por la zona de “Las Canales”. A partir de ese momento, un buen trecho de la competición transcurría por un falso llano, como dirían los ciclistas, acabando en la brusca subida la cual estaba abarrotada de público. Pasaron unos segundos mientras, consternados, constatábamos que “Chispita” no daba señales de vida. Por fin lo hizo, pero a una notable distancia, entre doscientos y trescientos metros. La moral se nos vino abajo porque aquello parecía insalvable. A casi todos, porque mi tío Antonio, irreductible optimista, empezaba a decir: “va a ganar”, “va a ganar”. Y a continuación, elevando súbitamente la voz gritó: “¡¡Vamos Chispita!!” “¡¡vamos Chispita!!”, como si el animal pudiera oírlo a medio kilómetro de distancia.

El caballo, al entrar en la zona de menos pendiente, decidió hacer honores a su nombre acelerando el galope de tal forma que, llegando al cruce con la carretera a La Cumbrecita, mientras mi tío se desgañitaba y nosotros recuperábamos el color, había recortado la mitad de la distancia. No parecía suficiente, a tenor del poco tramo que quedaba. Entonces lo perdimos de vista y, tras dos angustiosos minutos, pudimos oír un enorme clamor proveniente del Pino de La Virgen. “Chispita” había ganado.

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