Todoque: el hombre, la tierra y el volcán (a los todoqueros y a los últimos ‘Leandro de Todoque)

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Juana Capote Gutiérrez, madre de los hermanos Hernández Capote: Leandro, Juan, Manuel, Catalina, Eduardo, empresario en Tampico (México) y Antonio, periodista, escritor y revolucionario. Colección documental de Marcelino Rodríguez Ramírez. 

Todoque, a los pies del volcán sin nombre o del volcán innombrable. Los palmeros se resisten a buscar un nombre con el que bautizar a este volcán que ha provocado tanto dolor, al que muchos de ellos prefieren llamar «bicho», «demonio» o «ese diablo». Ningún nombre de los propuestos ha cuajado. Ningún nombre, ningún topónimo inocente, parece querer cargar con este estigma. En estos aciagos días pasados muchos foráneos se han preguntado además por qué suerte de locura decidimos asentarnos a las faldas de este Vesubio palmero. Es verdad que en el siglo XV la isla fue maldecida por aquellos que, con su «mala andanza», hollaron esta tierra con el propósito de hacer vasallos y esclavos. «Tus campos rompan tristes volcanes, no vean placeres sino pesares, cubran tus flores los arenales» dicen las endechas a la muerte de Guillén Peraza, que encontró su fin a manos de los nativos palmeros tras su hostil desembarco en 1447 en las playas del cantón de Tajuya. Por la gala con que iba vestido fue el blanco de los isleños y, de una pedrada en la cabeza, cayó muerto del caballo. Hoy como ayer toca sobreponerse a la cruel maldición y seguir habitando una tierra que históricamente nos pertenece porque, generación tras generación, la hemos hecho nuestra, limpiándola de los pedregales y el malpaís para plantar el trigo y el centeno, la higuera y el almendro, el moral y la tunera, y levantando, piedra a piedra, las paredes de sus cercados, casas y caminos. 

La cohabitación con el volcán fue siempre algo natural y terrible a la vez. Hacia el suroeste de la isla, comenzaban las coladas lávicas o malpaíses. «Da miedo imaginar qué gran volcán —escribía Frutuoso hacia 1567— debió de haber originado aquel depósito de lava», que, cual si fuera estaño, se extendía casi hasta el mar. Abreu Galindo reitera que tal cantidad de piedra, llamada por los palmeros «tancande», que quiere decir «piedra quemada», era tan estéril y sin substancia, que ni árbol ni yerba «se da en todo cuanto corrió, que es más de media legua». Las sucesivas coladas, las últimas de ellas formadas por los volcanes de Tacande y Tajuya, crearon así diferentes malpaíses cuyos nombres, «malpaís quemado», «malpaís prieto» o «malpaís negro», revelan las formas de su hostil naturaleza, que estos días hemos comprobado de nuevo. El topónimo de «Las Manchas» nació así para designar a las pequeñas superficies de tierra sembradías, de escaso valor, rodeadas de terrenos volcánicos y malpaíses incultos. La «fuerza del levantamiento de dichas montañas e fuegos e truenos» y los «ríos de fuego» que salieron del centro de la tierra, desde mayo hasta agosto de 1585, durante el volcán de Tajuya-Jedey, devastaron y consumieron no solo todos aquellos lugares «que seruían de pastos de ganados, sino las tierras de pan y sercados dellos e muchas casas y tanques e viñas e arboledos e pinos, en tal manera que en toda la vida no darán ni producirán yerua alguna». Antaño como hoy sus cenizas cubrieron toda la comarca de jable y arenas, tupiendo «casas, moradas y tanques de agua con dos o tres estados de altura» y «los pinos más altos que auía». 

Algún desinformado ha llegado a decir en los medios que Todoque era un barrio reciente, como si fuese un barrio dormitorio, de extrarradio o de aluvión. En Todoque, hasta la noche del 21 de septiembre, cuando fueron destruidas por las excavadoras con la vana ilusión de abrir una vía en la «Hoya de Pinto» para encausar el implacable farallón de lava que lentamente se acercaba, estaban las casas de nuestros bisabuelos, Leandro Hernández Capote, nacido en 1880, hijo de Pablo Hernández Gómez y Juana Capote Gutiérrez, y María Cruz Martín, de la familia «Carracote»; y la de los bisabuelos de nuestros bisabuelos. Conocidos por «los Leandros» y las «Liandras», en ella nacieron sus siete hijos, Benigna, mi abuela, en 1908; Pablo, en 1910; Nereo, en 1912; Lorenza, en 1914; Juan, en 1916; Mercedes, en 1918; e Irene, en 1923; todos ellos de un ADN y una pasta muy isleña y todoquera. Aquella casa de las tías reunía todas las características de las viviendas tradicionales del valle de Aridane: los aposentos de teja hacia el camino, el imprescindible aljibe en una tierra siempre sedienta, que no conoció el agua corriente hasta mediados del siglo XX; la latada o emparrado del patio, a cuya sombra se reunían a fraternizar amigos y vecinos al atardecer; y las cajas de tea, asiento y granero a la vez, repletas de almendras, trigo e higos pasados, con los que se endulzaba la leche a falta de azúcar. Eran casas con vida propia. Una vieja historia familiar, que un día escuché a mi padre, cuenta cómo su abuelo Leandro —que viajó a Cuba hasta en seis ocasiones— se había despertado una noche alarmado al oír el aullido de los perros y el crujido de las tejas en las habitaciones hacia el camino en las que dormía su hermano Bernabé, establecido en Espíritu Santo. Revisado el aposento, no encontró ninguna explicación a aquel sobresalto. «Se ha muerto alguien de los míos», dijo a su familia. Tiempo después llegó la noticia del fallecimiento de su hermano mayor, acontecida en el mismo instante en el que se produjo aquel misterioso estrépito. Por navidades y carnavales, en su enorme y panzudo horno de leña, conservado hasta hace pocos días, Lorenza horneaba centenares de bollas de pan dulce (amasadas no con leche, sino con jugo de naranja, el secreto de su gusto), como nunca más he vuelto a saborear, marquesotes y blanquísimos merengues, que se amontonaban por doquier antes de llevarlas a vender a Los Llanos. Más arriba y bajo el morro, el pajero, la era, la bodega y el lagar ocupaban distintos puntos de la «Hoya de Pinto», además de las caballerizas, establos, corrales y chiqueros para los mulos, vacas, cabras, ovejas, gallinas y cochinos, sin que faltase el perro fiel, «Sultán», amigo y guardián de los más pequeños. Para un niño de pocos años, Todoque era la manifestación del reino animal en todo su esplendor, iluminado por esa inigualable luz del valle y del atardecer. El último de los «Leandros» que vivió en Todoque ha sido mi primo Augusto. El pasado día 19 de septiembre salió por última vez de la casa y del asiento donde sus abuelos y nuestros abuelos vivieron durante siglos. No pudo o no le dejaron volver. Allí quedaron enterrados —me ha dicho—, no sabemos si bajo 30 o 50 metros de lava, el espíritu de todos ellos. 

Con ese nombre, «asiento de casas y moradas», se conocían precisamente las explotaciones dispersas por el lugar, con sus hornos y cocinas formando una construcción independiente, graneles para encerrar el grano y pajeros —en palmera expresión—, bodegas y lagares, aljibes, eras, cuevas y corrales anexos. La ganadería fue siempre consustancial al modo de vida de los isleños asentados en estos secos y sedientos pedregales. Y en estos días hemos comprobado hasta qué punto el hombre ha vivido aquí apegado a sus animales. Desde principios de la colonización castellana, se demarcaron los llamados «términos de criar ganados», que, con sus tanques de madera de tea, corrales y algún que otro asiento de colmenas, se extendían de mar a cumbre. En forma de estrechas fajas verticales, de unos 600 pasos de ancho, por ellas discurrían los rebaños de cabras y ovejas, entre malpaíses de lavas negras y los diseminados sembradíos. En uno de estos términos de criar ganado, nació el volcán innombrable. En 1847, María Ana González vendió a José Toledo el «término de apacentar ganado» que había heredado de sus padres «donde dicen El Perú o Cabeza de Vaca», comprendido entre las montañas del Romero y pinales del «Nambroque» (por donde reventó, en 1949, el volcán de San Juan), el barranco del mismo nombre, el charco de la Pasada y el «lomo que sale a la montaña de Aday». Con los colonizadores europeos vino la agricultura. Poco a poco se fueron colonizando las hoyas, los fondos de tierra y los llanos en medio de los malpaíses para los cereales, fundamentalmente el centeno, más apto y resistente para aquellos duros terrenos, y la vid. A ellos se unieron algunos árboles y frutales sin los cuales no se entendería la vida en el valle de Aridane desde el siglo XVI: las higueras y los almendros traídos de España, los morales para la sericultura y las tuneras que llegaron de América. 

Al igual que otros pagos, barrios y caseríos arrasados por el volcán, como Las Manchas, Alcalá, Los Campitos, y ahora el barrio hermano de La Laguna, Todoque, nombre aborigen como tantos otros que comienzan con la misma consonante, formó parte del antiguo reino o cantón de «Tajuya», «Tihuya» o «Tehuya», uno de los doce en los que se dividía la isla en tiempos prehispánicos. Según el viajero portugués Gaspar Frutuoso, era asiento y morada de «isleños» descendientes de los antiguos aborígenes palmeros. Todos ellos eran criadores de cabras y ovejas y algunas de sus mujeres, hermosas y galantes, se habían casado con portugueses y castellanos. A ellos se sumaron además nativos de las islas de La Gomera y Gran Canaria, llegados tras la conquista, que también dejaron huella en la toponimia, en el cercado, en el roque o en el «sendero de los gomeros». Nacida en el seno de una de estas familias de pastores y ganaderos, Susana de León fue madre de doña Ana Van Ghemert, de la que procede la conocida casa aridanense de Wangüemert, fruto de sus relaciones con el caballero flamenco Pablo Van Ghemert. A pesar de los escudos y prosapias con las que se adornaron sus descendientes, su hija natural vivió toda su vida en un asiento formado por una humilde casa de pajiza, una higuera, un parral y unas tierras de sembrar centeno a la parte de «azia Tehuya del Malpeys». Casados también con isleñas, los Betancor descendían del francés Maciot de Bethencourt, poseedor de las tierras de Cabrejas, al norte de la montaña de Todoque; y los Capote, de Gaspar González Capote, que llegó de Oporto en tiempos de Felipe II, amigo y paisano de mi otro antepasado, Melchor Morera. Yerno de Martín de León, Antón Carballo (ascendiente, entre otras ramas familiares, del célebre economista y periodista aridanense Benigno Carballo Wangüemert) se obligó a hacer en 1624 un tanque de madera de tea, con su escalera para subir a la cubierta y las canales necesarias para tomar el agua desde los tejados y quebrados circundantes, en las tierras que Salvador Pérez tenía en el cercado «que dizen de Los Campitos», semejante al de la casa que Simón de Morales poseía en su asiento de Todoque. Contiguos a las moradas y a los corrales para el ganado, estos tanques de madera de tea, breados con pez para hacerlos impermeables, fueron, según Abreu Galindo, una invención de los ganaderos y labradores palmeros ante la falta de fuentes de agua en los parajes más secos de la isla. Ya en el siglo XVI llamaron la atención del viajero portugués Gaspar Frutuoso (1567-1568), que indica que «en ellos se conservaba el agua tan «fresca y gustosa, que los médicos dicen que es gracias a esta agua que beben los isleños el ser tan sanos». 

Conocemos los nombres de algunos de estos isleños, criadores de ganado, antepasados de muchísimos vecinos que hasta hace pocos días seguían viviendo en el lugar como lo habían hecho, generación tras generación, sus ancestros: Juan de León, Blas Afonso, Salvador Pérez y Gaspar González Salvaje o «que decían El Salvaje», que dejó huella en la toponimia de la zona en el «malpaís» o en el «cardonal de Gaspar González». Para conservar la fraternal amistad que le unía con su hermano Marcos González, medianero del regidor Benito Cortés de Estupiñán y «guarda de las colmenas» del lugar, en 1614 compartió con él el término de criar ganado que desde la sierra más alta descendía hasta el mar, para que en él apacentase su rebaño «largándolo para arriba y para abajo como es costumbre entre criadores». Le dio también la mitad de las tierras limpias y de pan sembrar, montes, casas, parrales, higueras y árboles frutales que poseía debajo de «los Campitos de los Salgados» y hasta la costa de la mar, junto al malpaís y el cardonal, con la mitad del asiento de su morada y todo lo que había dentro de su cerco: tanque de recoger agua, granel, casa de paja «donde quesean», corral, cinco higueras y una brevera y el huerto de encima, plantado de viña y árboles frutales. Años después, Marcos González, vendió al criador Juan de León una de las suertes de sembrar centeno que le había cedido su hermano por debajo de las tierras de «los Campitos que dicen», a cambio de 24 cabras que le entregó su comprador. De Juan de Cáceres, yerno de Gaspar González Salvaje, descienden muchos de los que llevan hoy ese apellido dentro y fuera del valle de Aridane, incluyendo a la conocida familia de Lorenzo-Cáceres en Tenerife. Esposo de Melchora de Betancor, en 1612 recibió de su suegro en Todoque un pedazo de tierras en el «llano que dicen de los castellanos», 20 cabras, tres colmenas, así como una casa formada de tablado en que «a de vivir e morar» y el derecho a tomar agua del tanque de su suegro. Hasta su destrucción, en Los Campitos todavía existía algún ejemplo de estas antiguas casas de tablado de tea (cuántas construcciones tradicionales han quedado perdidas para siempre de nuestra memoria porque nadie se ha tomado la molestia de catalogarlas o registrarlas desde hace muchos años). De su suegro también heredó parte de la montaña «que dicen de Todoque», con las tierras de «pan sembrar como por limpiar» que estaban dentro y sobre la ladera, entradas de ganados, cuevas y moradas así de «a pie como de acaballo». No acabó bien este Juan de Cáceres. Casado por segunda vez, falleció en 1644 a manos de su cuñado, Pedro Pérez, a quién provocó con «palabras malas», de que se «asieron» y «resultó matarle». Su viuda, en consideración a la mucha pobreza de su hermano, con cinco o seis hijas que sustentar, le dio su perdón, apremiada por «deudos y parientes y algunas personas honradas» y «principalmente por servicio de Dios». Otro antiguo poblador de Todoque, Francisco Leal, «Riscado», poseía el término de criar y apacentar ganado, de mar a cumbre, con unas tierras de pan sembrar y una casa cubierta de paja junto al camino real que discurría junto a la misma montaña, vendido en 1624 por su viuda a Blas Afonso, criador. Su apellido lo llevan hoy muchos todoqueros y mancheros, incluida la alcaldesa de Los Llanos de Aridane. Por debajo de la montaña, las tierras de «Los Palacios» (nombre con el que se conocía, dentro de la arquitectura popular, a una suerte de sala o aposento en las viviendas tradicionales) pertenecieron a Luisa Leal, que en 1658 las dejó a su sobrino Tomás Morales. Situadas sobre el risco del mar, por aquí la lava dio su primer salto al mar el 28 de septiembre pasado. En 1702, sus herederos, Miguel Martín Ximénez y sus hermanas Margarita, Luisa y Ana Ximénez, «todos vecinos en este lugar de Los Llanos en Tedoque», hicieron partición de las suertes de tierra, viñas y baldíos que poseían «donde llaman los Palacios», frente al «roque de los Guirres» (un águila marina que nominó la playa que también ha devorado el volcán), en «Tamaymucho» —otro topónimo aborigen—, en «Vandeval», en el «llano de Todoque, en el «del Pampillo», en el «hoyo de Ferraz» y en la «montaña de la Centinela», con sus casas, pajeros, tanque, era, lagar y huerto. El testamento de una de sus descendientes (1813) María Ximénez Leal, de Los Campitos, es un buen reflejo de su modo de vida. Poseía huertos y tierras de pan sembrar, higueras, almendros y viñas en Todoque, en la montaña de Todoque y en camino de El Pastelero; el asiento de su morada, con el aljibe, la bodega, dos casas de tea y teja, un pajero y un lagar; un telar «donde se texen telas con sus peynes y abiaduras», los «andamios, panas y semilla de criar gusanos de seda»; una caja de tea que dejó al niño expósito que había criado y otra que destinó a su cuñada, con el encargo de cuidar de él durante su edad pupilar; un manto y saya que donó a su comadre para que mandase decir misas por su alma; y unas enaguas de capullo y lana de color azul que quiso legar a su madre, María Leal. 

Hoy el volcán sin nombre nos ha arrebatado la tierra de nuestros ancestros. La volveremos a hacer nuestra invirtiendo la cruel maldición y cubriendo de flores los arenales. Hoy también la afrontamos con otro tipo de invasión muy distinta y nada belicosa, la de una ola de generosidad como nunca antes se había visto llegada de allende los mares, que ha trocado las lanzas, los escudos y los tambores de guerra del joven Guillén Peraza por el pan y la solidaridad de los que se sienten hermanos. 

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