Anelio Rodríguez Concepción: “Si la altitud de La Palma favorece la investigación astrofísica, ¿por qué vamos a negarnos a participar en esa gran aventura?”
Anelio Rodríguez Concepción es escritor y natural de Santa Cruz de La Palma. Ha cultivado diferentes géneros y subgéneros literarios: de la poesía a la narrativa, de la novela al relato corto, del ensayo al artículo de opinión. Doctor en Filología Hispánica y profesor de Lengua y Literatura en el Instituto Luis Cobiella Cuevas, de su ciudad natal, compagina la escritura con la pintura y la fotografía. Su obra literaria ha obtenido numerosos reconocimientos, como el premio Ciudad de Santa Cruz de Tenerife o el Tiflos de Cuentos, convocado por la ONCE. Sus libros han sido traducidos a diversas lenguas y algunos de sus relatos han sido incluidos en destacadas antologías. Anelio es una de las figuras de las letras hispanas que participa en el proyecto transversal del Instituto de Astrofísica de Canarias En un lugar en el Universo…. Esta iniciativa combina Literatura y Astronomía y tendrá como resultado la publicación, con fines solidarios, de un volumen con textos inspirados en el Cosmos.
¿De qué manera el Observatorio ha estado presente en tu vida?
A principios de los años 80, junto a unos pocos amigos del alma, recorrí a pie el Roque de Los Muchachos y sus contornos. Cada vez que subíamos, pernoctábamos en el punto más alto, entre esas pilastras naturales que de lejos parecen personas. La carretera no estaba asfaltada y el camino se hacía penoso, a pie, con tanta tierra y tanto polvo, cargando la mochila llena de pertrechos de excursionista, pero merecía la pena el ascenso si al final se encontraba esa maravilla de la que tanto disfrutábamos. Íbamos en verano, sólo cuando no había luna. Esto es un detalle fundamental. El hecho de que no hubiera luna. Después de gozar la puesta de sol y después de esperar unas horas a que desapareciesen sus reverberaciones, de madrugada teníamos asegurado el espectáculo inigualable de un cielo que no se olvida: una bóveda inmensa, atiborrada de cuerpos luminiscentes, en la que no había lugar para el negro de la noche. Una noche alumbrada por sí misma. Se trata de una experiencia única. Hay que verlo para creerlo. Me tumbaba boca arriba, embutido en el saco de dormir, y sentía, mirando hacia las estrellas, que mi cuerpo podía caerse de un momento a otro. Sí, digo bien: caerse hacia arriba, hacia lo más alto. Además de ese vértigo extraño, puedes sentir que, a pesar de tu insignificancia, estás interrelacionado con el discurrir del firmamento. Todo ello forma parte de mis recuerdos más emocionantes como una revelación turbadora pero necesaria. Esa visión me acompañará siempre. Igual que la del nacimiento de mi hija. Son cosas que marcan y te ponen en tu sitio.
Desde tu punto de vista, ¿qué significa el Observatorio para La Palma?
Somos isla, ojo. Isla pequeñita, perdida en el borde del mapamundi. Y sin embargo somos aglutinante de una inmensidad difícil de concretar. En medio, entre el suelo que pisamos y la inmensidad que nos sobrepasa, está el Observatorio. El Observatorio nos pone en contacto con el exterior, tanto el espacio infinito que remolonea en lo más alto como el contexto científico internacional, ese flujo de investigaciones compartidas y bienintencionadas que hermanan a los seres humanos más allá de los juegos de la diplomacia o de la política. Las naciones que trabajan en este entorno específico, que es nuestro y es también del mundo entero, se unen en lo esencial y ofrecen la faceta más hermosa del conocimiento. El Observatorio atesora todo eso y, a la vez, forma parte ya del propio paisaje. Las rocas, la vegetación insólita, las lentes y los espejos vueltos hacia arriba, los estudiosos con sus cálculos y sus ordenadores, el aire liviano, la transparencia, el azul, los caminos que ascienden y confluyen… La Palma está ahí: naturaleza imponente y humanidad afanosa.
¿Eres partidario de que se instalen nuevos telescopios y nuevas infraestructuras, como el TMT o la red CTA, en La Palma?
Pues claro que sí. Las infraestructuras sostienen cada uno de los desafíos del estudio puro y duro. Los conceptos, los cálculos, las hipótesis requieren la fiabilidad de un soporte técnico con el personal adecuado. Sobre esto no hay vuelta de hoja. Me parece bien todo lo que tenga que ver con la observación objetiva del espacio, se haga aquí o en el otro lado del planeta. Si la altitud de nuestra Isla favorece la investigación astrofísica, ¿por qué vamos a negarnos a participar en esa gran aventura? Confío en la palabra de los científicos de élite, hablen el idioma que hablen. No son cuatro locos ni cuatro mindundis caídos de un guindo. Ellos apuestan en firme por La Palma, y su compromiso viene cargado de sensatez y de sabiduría, tan necesarias en estos tiempos de confusión que nos toca vivir. De poco para acá nos hemos ido acostumbrando a los estragos de la posverdad, imposición de un vocerío repartido a granel en las redes sociales por masas de analfabetos funcionales entregados al narcisismo, al pataleo frívolo e incluso a un puritanismo controlador de nuevo cuño, bien desde la derecha, bien desde la izquierda. Ahora que crece el desconcierto en torno a una realidad paralela, guiada torticeramente por la mediocridad y el populismo de los líderes políticos más significados, el trabajo de los científicos de primer nivel adquiere el plus de un valor ético sin fisuras. Ante los peligros de un batiburrillo de falsas informaciones que conducen al adocenamiento y a la polarización ideológica, confío cada vez más en la excelencia de quienes se dedican a estudiar y a hacer preguntas de hondo calado.
¿Por qué crees que todavía hay palmeros que “ven lejano o ajeno” el complejo astrofísico del Roque de Los Muchachos?
La Palma –la isla y la gente que la habita– lleva siglos sobreviviendo a sus propias contradicciones: es liberal y es conservadora, abierta y ombliguista, dinámica y flemática, flexible y tiquismiquis. Todo eso nos convierte en algo especial e inclasificable y puede explicar en parte que aún haya algún gesto de escepticismo –lo que, a mi modesto entender, no puede representar, ni mucho menos, a la mayoría–. No es fácil explicar el trajín de un conjunto de telescopios portentosos, y está claro que cuesta asimilarlo de buenas a primeras. Quizá en el pasado haya faltado algo más de contacto entre la comunidad científica y la ciudadanía, pero doy fe de que en los últimos años ese descuido inicial se ha superado con creces, diría que definitivamente. Por otro lado, hay que reconocer que tantos kilómetros de carretera empinadísima con tanta curva suelen quitar las ganas de darse un paseo por encima de las nubes, y esa circunstancia, el hecho de que no frecuentemos la zona, habrá aumentado la sensación de distanciamiento que, repito, no afecta a todos por igual.
Como profesor de instituto de Lengua y Literatura, ¿de qué manera crees que la Ciencia puede aprovecharse de las Humanidades para acercar el conocimiento científico, especialmente, a la población más joven?
El desarrollo de las Humanidades hoy pasa por un período de crisis del que nadie sale indemne. Las instituciones administrativas y políticas las han ido despojando de relevancia, y lo han hecho y lo hacen con una meticulosidad que pone los pelos de punta, desacreditando a conciencia los pilares de una cultura secular. ¿Y por qué? Porque muchos de los que tienen la sartén por el mango piensan que las Humanidades son inútiles y que, peor aún, el utilitarismo es la panacea universal. Así, por ejemplo, en los planes de estudio más recientes se ha debilitado la presencia de las asignaturas de Filosofía, Latín y Griego. Se las quieren cargar, a cualquier precio, y esto desestabiliza el entramado psicosocial del que formamos parte. La pérdida de tan importante soporte formativo es causa y síntoma de algo muy gordo que tarde o temprano provoca una deriva, un lento descalabro del que ya somos testigos. Así que yo haría la pregunta al revés: ¿de qué manera las Humanidades pueden aprovecharse de la Ciencia para acercar el conocimiento humanístico a los jóvenes? Puedes estar seguro de que las palabras siguen teniendo el mismo peso de siempre: cargadas de emoción y de poder comunicador, nos ayudan a canalizar todo cuanto procesan nuestros sentidos. En fin, como bien sabes, el diálogo Ciencias-Humanidades es inevitable. No tiene por qué haber un abismo entre ambos campos de reflexión. Al contrario, deberían retroalimentarse sin problemas. En la Grecia clásica no se entendía una vocación sin la otra, y a lo largo de la Historia han destacado grandes científicos capaces de moverse con comodidad en el terreno de las letras. En el siglo XX proliferaron con éxito. En España, sin ir más lejos, los ensayos de Ramón y Cajal y Gregorio Marañón influyeron en varias generaciones de lectores; y, a gran escala, la inventiva de Isaac Asimov, los textos de Gerald Durrell y los proyectos bibliográficos y televisivos de Carl Sagan, por citar otros tres modelos de prestigio, marcaron una época en paralelo a los hitos del desarrollo tecnológico y en respuesta a las grandes incógnitas suscitadas después del horror de la ii Guerra Mundial. Hoy en día esas confluencias de las letras y las ciencias pueden darse con un sentido divulgativo eficaz gracias a los recursos técnicos audiovisuales, que parecen inagotables. Además está el fascinante género narrativo de la ciencia-ficción, que estimula el interés por los logros científicos del mismo modo que alerta sobre los peligros de ciertas líneas de acción, como las encaminadas hacia la inteligencia artificial (recordemos cómo se plantean dilemas morales sobre este tema en los relatos de Arthur C. Clarke o Philip K. Dick).
¿Qué similitudes aprecias entre tu trabajo de escritor y el de los astrónomos?
Muchas, desde luego. Pienso en las incontables horas de labor tenaz, en la sombra. Pienso en las dudas que nos hacen trastabillar y sin embargo nos obligan a seguir adelante. Dudas a punta de pala. Están también los chispazos de la intuición que te trae y te lleva no siempre por la vía esperada. Lo que mueve a los astrónomos y a los verdaderos escritores no tiene nada que ver con el sentido utilitarista, ni con el ánimo de lucro, ni con el anhelo de notoriedad social. Cada cual busca una verdad redentora. La verdad con mayúsculas, escurridiza como ella sola, se encuentra en cualquier mínimo aspecto de lo que nos rodea o nos atañe. Y detrás de esa verdad podemos encontrar el halo de la belleza, que es algo mágico, liberador, euforizante, porque nos ayuda a exorcizar el temor a la muerte y en general a lo desconocido.
Desde tu mirada de pintor y fotógrafo, ¿qué elementos o cualidades destacarías del Observatorio si quisieras retratarlo?
Es evidente la implicación del Observatorio como entidad indisoluble del entorno de las cumbres. Parece que lleva ahí toda la vida, como una fuerza telúrica más con su propia evolución física. Las tonalidades de las rocas y de las plantas arropan el blanco y el resplandor metálico de las instalaciones. Todo ello interactúa. La agreste irregularidad de las formas naturales resalta el orden geométrico de las construcciones y los espejos, y viceversa. Esa convivencia adquiere sentido cuando contemplas la majestuosidad del cielo, lleno de orden y de devaneos que hay que saber interpretar. Ahora bien, aun con todo lo que acabo de decir, que ya es materia de envergadura para un buen cuadro o una buena fotografía, creo que lo más interesante está en los rostros de las personas que sostienen ese ambiente de estudio del firmamento. Los enigmas poéticos de la tierra y del cielo se esbozan en sus rasgos faciales, en sus gestos, en el brillo de sus ojos. Nada hay más sugestivo que el rostro humano. Empezaría y acabaría por ahí: por retratar los rostros de hombres o mujeres de cualquier procedencia, se dediquen a la investigación o formen parte del personal de mantenimiento del complejo astrofísico, unidos todos en un empeño extraordinario que no deja de admirarme.
Y, como escritor, ¿qué historia o relato te sugiere el lugar?
Uno que ya he escrito y que toma prestadas las impresiones vividas en aquellas visitas juveniles, mochila al hombro, de principios de los 80. Un relato aún inédito que aborda el tema de la orfandad y de la búsqueda de un sentido vital cuando más falta hace. Miramos al cielo para poder responder a las preguntas esenciales: ¿qué soy?, ¿de dónde vengo? Queremos reconocer la autoría del misterio que nos ha traído hasta aquí. Pero, claro, el cielo nunca responde categóricamente. No es un oráculo. Te ofrece pistas, a menudo desconcertantes, para que montes el puzle por tu propia cuenta. Al llegar a sus últimas páginas, el lector comprueba que el relato queda abierto y al mismo tiempo contiene el aldabonazo de una revelación. Espero que esa ambivalencia final actúe como una sacudida.
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