Relato ficticio por el 25N

La chica del Parkinson que no decía ‘ni mú’

Manifestación con motivo del Día Internacional contra la Violencia Machista. EFE/Ángel Medina G./Archivo

Alba Marrero

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Todos los martes por la tarde entraba aquella muchacha en la cafetería de la esquinita para pedirse un vaso de agua con gas. No le cobrábamos ni nada pero ella siempre dejaba un euro con diez en la mesa de madera y se marchaba sin decir ‘ni mú’, como decepcionada, como si no le hubiéramos dado un buen servicio, como si se hubiera molestado por algo. 

Las primeras veces yo me sentía fatal porque no comprendía si es que había hecho algo malo. Guardaba el euro con diez pero lo hacía en un botito de cristal que antes había sido un bote de aceitunas para dárselo al día siguiente. Lo intenté en tres ocasiones pero sin decir ‘ni mú’ me hacía un gesto que yo entendía que no pensaba aceptarlo. Así que desistí y todos los euros con diez estaban creciendo en el botito de aceitunas por si algún día cambiaba de parecer. Y, a pesar de todo, ella al día siguiente volvía a estar allí. Ella siempre volvía así que dejé de preocuparme. 

Era larguirucha; de tez pálida y de ojos tristones. Siempre se sentaba en la mesa que daba justo a aquella parte de la barra en la que yo limpiaba la cafetera cada tarde mientras maldecía mi triste existencia. Algo que me sorprendía era que nunca se ponía a mirar por la ventana. Yo, si tuviera tiempo para un café con calma, sería lo único que haría pero ella me miraba a mí. Una vez que se sentaba daba la espalda a todo lo que ocurría en la calle; a las primeras gotas de lluvia o a las sombras que creaba la gente antes de ponerse el sol. 

Mientras me miraba comenzaba a mover las manos de un lado al otro. El movimiento, tan rápido, casi con rabia, casi con desesperación me parecía fascinante. Era como si intentara expresarse al mundo. No dejaba de moverlas de un lado al otro; a veces parecía un lenguaje; a veces un baile en el que todos sus dedos llevaban zapatos de claqué. No paraban más que para coger aquella taza que solía enfriarse en el transcurso de, casi siempre, una hora. 

Nunca había leído sobre el Parkinson. No sabía lo que era y, honestamente, tampoco me había interesado pero aquella mujer parecía no tener el control de nada de lo que hicieran sus manos. 

Y mientras las movía me miraba. A veces llegaba a intimidarme porque me miraba fijamente. Me sonrojaba. Era una chica guapa, mucho más joven que yo, de unos ojos azules que me recordaban a los veranos en el pueblo de mi abuela pero no había, sobre la faz de la tierra, mujer que me fascinara más que mi Rosita. El amor de mi vida desde los quince años. Así que tampoco le aguantaba mucho la mirada porque me angustiaba compadecerme de ella. Era una pobre mujer. Alrededor de ella había mucha tristeza.  

Cada vez que ella salía por la puerta, casi siempre a punto de yo cerrar, a mí me daba por coger una bocanada de aire, como aliviado. Como dejando marchar a la angustia que me generaban aquellos ojos y aquellas manos peculiares, sin ton ni son.  

Aquel día quería llegar pronto a casa porque Rosita se había empeñado en ver una película de esas en la que solo hay gente guapa. A mí no me gusta mucho pero me hacía ilusión pasar un ratito con ella. Sin nadie más. Sin ser padres ni tampoco abuelos. Solo ella y yo. Así que con esa idea llegué a casa pero me encontré a Rosita sentada en el sofá viendo las noticias con cara de preocupación. Habían matado a una muchacha en el pueblo. Se decía que la había matado el golfo con el que estaba. Un sinvergüenza de esos que se cree que por pegar a una mujer muestra más su hombría que su cobardía. No dijeron el nombre pero pronto nos enteraríamos. 

Me senté con Rosita a escuchar y enseguida mi gesto cambió. Mi piel se quedó helada. Mi corazón se disparó. Decían en las noticias que si una mujer hacía un gestito con la mano, como abrazando el pulgar, estaba pidiendo ayuda. Era víctima de violencia de género. «Dios mío», pensé. 

Lo reconocí inmediatamente. Era lo que había estado haciendo durante meses la mujer de la cafetería. Era eso lo que hacía. Era ese el movimiento de sus manos. Sí, era eso. «Oh, dios mío». «Oh, dios mío»; «Oh dios mío». Me estaba pidiendo ayuda. Me estaba pidiendo ayuda. Y yo no sabía. Se me aceleró el corazón. Empecé a llorar, nervioso. Rosita no entendía nada hasta que, entre sollozos, pude explicarle. Y lloré y lloré. « ¡Me estaba pidiendo ayuda!». Y ya no recuerdo nada más porque Rosita me dio un calmante y me dejé dormir. 

A la mañana siguiente, cuando abrí la cafetería estuve todo el día esperándola. Esperando a que apareciera pero a la hora que siempre entraba, no entró. «Oh dios, mío!». No puede ser, no puede ser ella. Me estaba pidiendo ayuda. Me estaba pidiendo ayuda.  Me estaba pidiendo ayuda y ahora está muerta. Oh, dios mío, oh dios mío ¿Por qué demonios no sabía yo el dichoso gesto? Oh, dios mío. 

Y, aquella tarde, mientras lloraba tras la cafetera, sin saber qué haría ahora y queriendo matar yo, con mis manos, al golfo que la había matado a ella sonó el timbre de la cafetería. Y miré y… era ella con hilo de sangre en su nariz. Y, sin decir ‘ni mú’ corrí a abrazarla. 

*El 25 de noviembre es el Día de la Erradicación de la Violencia contra la Mujer. No te quedes sin saber cómo es el gesto universal que realizan las víctimas para pedir ayuda. No te quedes sin salvar a una vida.

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