Espacio de opinión de Canarias Ahora
Ignorancia supina
“Hay que empezar a superar que hay gente que no le gusta leer y encima no sois mejores porque os guste”, pontificaba el otro día categóricamente en la televisión pública, con sintaxis que deja mucho que desear, como corresponde al nivel cultural que atesora, uno de esos charlatanes de pacotilla actuales que llaman “influencers” (con nombre inglés, como es habitual en las modas y modillas del mundo moderno), a quienes tanta importancia suelen dar tanto la gente escasamente formada como los mercachifles y ciertos políticos más o menos oportunistas; evidentemente, los primeros, por ignorancia, y los segundos y terceros, por interés: para vender su mercancía, aquellos, y para rebañar votos, estos. Ignora este patético amante de la barbarie, víctima del precario sistema educativo y social de nuestro país, que, si ella es lo que es e, incluso, puede decir la sarta de despropósitos que se permite proferir en público con tanto desparpajo, es gracias a los libros, a la lengua escrita que ha permitido escribirlos, a que hay gente que lee por ella (aunque ella la desprecie y se niegue a reconocer su mérito) y a la tecnología que aquellos han permitido crear y que hace posible que ella difunda sus peregrinas opiniones por el ancho mundo. Sin libros no hay cultura, porque una cultura desarrollada como la nuestra es un invento de los libros. Precisamente por eso lleva el nombre de La Biblia (Los Libros) el más grande de todos ellos. No es, por tanto, que la lectura sea “un excelente pasatiempo, influya positivamente en nuestro estado de ánimo y bienestar (…), permita reducir la ansiedad (…), nos haga más empáticos (…) y nos permita viajar en el espacio y en el tiempo”, como afirman algunos. Es que sólo a través de la lectura y la escritura es posible indagar en la esencia más profunda del ser humano y tomar conciencia de quiénes somos y por qué somos como somos. Todo lo que somos y sabemos está en los libros, porque gracias a la lengua escrita ha podido llegar el ser humano al nivel de sofisticado conocimiento que tenemos hoy sobre nosotros mismos, el mundo que nos rodea e incluso el que se encuentra más allá de nuestro entorno. Por eso, la alternativa a los libros no es “otro tipo de cultura”, como afirman algunos, sino simplemente la ignorancia o la barbarie. Incluso la llamada “cultura virtual” de las nuevas tecnologías no es otra cosa que un producto de la lengua escrita, que es quien ha permitido desarrollarla y ponerla en funcionamiento.
Navegando por la red para ver qué dicen nuestros cerebrines cibernéticos de esas joyitas de la lengua española que son los nombres de persona no determinada fulano, mengano, zutano, perengano y perencejo, me encuentro con que la mayor parte de los que tratan el asunto, de forma tediosamente repetitiva, dicho sea de paso, bien no citan el origen de sus datos, como si fueran un producto de su magín, bien citan como fuente de sus opiniones a otros indocumentados o plagiarios como ellos. “Según el canal de YouTube Datos Wiki, estas palabras son usadas hace muchísimo por los españoles, incluso, cuando apenas se estaba creando el idioma y en su territorio estaban los conquistadores árabes”, escribe uno de ellos. “Alfred López, un bloguero, escritor y divulgador de curiosidades freelance español, investigó el tema y publicó la explicación en su libro Vuelve el listo que todo lo sabe”. Allí explica que “Fulano” viene del árabe, donde “fulán” significa “persona cualquiera”. Es el más utilizado de los cuatro nombres“, dice otro. No saben estos ingenuos que realmente todo lo que conocemos sobre estas voces o lo más sustancial de ello procede del Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana (posteriormente, Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico), del lingüista catalán Joan Corominas, que pudo descubrirlo tras un arduo proceso de indagación y análisis. El conocimiento de las cosas, siempre sometido a revisión por la comunidad científica, no existe por sí mismo, sino que hay que descubrirlo o inventarlo a través de la reflexión y el estudio. Y las fuentes hay que citarlas, no sólo porque eso sea lo justo ni por culto a la personalidad del autor, tan denostado por los iconoclastas, sino porque es la única forma de tomar conciencia del proceso de la creación de nuestra cultura o de nuestro mundo; la única forma de saber cómo se ha ido construyendo y quién ha contribuido a ello. El mundo es una construcción humana (no una construcción de la naturaleza o de Dios) y hay gente que ha colaborado en su creación (y también en su destrucción) mucho más que otra. Toda vida sincera y honesta requiera un poco de humildad para reconocer que gran parte de lo que somos y tenemos no es fruto de nuestro trabajo o esfuerzo personal, sino del trabajo o esfuerzo personal de los demás.
También en la red me encuentro con un vídeo en que un rústico silbador gomero afirma categóricamente que él silba todas las vocales (cinco) y todas las consonantes (dieciocho) de la variedad de español que él habla, y que, por tanto, disparatan el especialista en lenguajes silbados Ramón Trujillo y todos aquellos que lo secundan cuando afirman que, desde el punto de vista fonológico, el silbo gomero sólo tiene dos vocales (una aguda y otra grave) y cuatro consonantes (una grave oclusiva, una grave fricativa, una aguda oclusiva y una aguda fricativa), y que la mayor parte de los pormenores que aparecen en los espectrogramas que representan estos fonemas silbados no es otra cosa que ruido sin función semántica alguna. Ignora olímpicamente este ingenuo refutador de doctrinas que desconoce, porque no tiene formación para entenderlas, que una cosa es la sustancia fonológica, que es lo que él percibe, porque hace sus planteamientos a partir de las palabras que silba y no sobre el subterfugio sustitutivo que usa para silbarlas, y otra muy distinta la forma fonológica, que está constituida sólo por aquellos rasgos fónicos que tienen funcionalidad comunicativa o distintiva y que, para opinar de forma cualificada sobre asuntos del plano de la expresión del lenguaje, hay que estudiar seriamente esa sofisticada disciplina científica que se llama Fonología, que es lo que hizo Ramón Trujillo en el año 1978, para poder determinar objetivamente cuál es la estructura de ese sistema fonológico en miniatura que sirve de base a todos los silbadores gomeros, incluyéndolo a él mismo, tan experto en silbar como desconocedor de la técnica que usa para hacerlo.
Evidentemente, estos tres casos de ignorancia supina (que es “aquella que procede de negligencia en aprender o inquirir lo que puede y debe saberse”, como dice el diccionario de la Real Academia, y que se opone a la ignorancia común, que es aquella que se tiene, bien porque uno no dispone de instrumentos o recursos para remediarla, bien porque está relacionada con aquellas cosas que son impenetrables para la inteligencia humana o que hasta ahora esta no ha podido desentrañarlas) que comentamos ponen claramente de manifiesto hasta qué punto parece irse aproximándose el hombre moderno cada vez más a su estado de pureza original, que es la oralidad más radical y, con ella, al salvajismo del cavernícola. Por este camino de arrogancia y obsceno desprecio hacia la cultura, dejaremos de hablar como las personas y terminaremos mugiendo, como las vacas, o, mejor, rebuznando, como los burros.