Espacio de opinión de Canarias Ahora
Infancia en jaque
En los últimos meses, el debate público sobre el sistema de protección a la infancia en España ha vuelto a ocupar titulares a raíz de distintos casos y sucesos ocurridos en varias comunidades autónomas. En algunos territorios, estas situaciones han generado una fuerte conmoción social; en otros, han pasado casi desapercibidas. Pero sería un error interpretar el silencio mediático como ausencia de problemas. La realidad es mucho más incómoda. En todas partes se cuecen habas y, cuando hablamos de infancia tutelada, el silencio no protege, sino que agrava.
Lo que está saliendo a la luz no responde a episodios aislados ni a fallos puntuales de gestión, sino a las grietas profundas de un modelo que muestra signos evidentes de agotamiento. Allí donde la prensa ha puesto el foco, las carencias han quedado expuestas; donde no lo ha hecho, estas siguen operando de manera soterrada, sostenidas por la precariedad crónica de los recursos, la sobrecarga permanente de los equipos y una falta de inversión estructural que ya no puede justificarse por desconocimiento. El debate sobre cómo protegemos a niños y niñas en situación de vulnerabilidad no es solo oportuno, es urgente, porque los fallos se repiten con demasiada similitud en prácticamente todas las comunidades autónomas.
Resulta especialmente preocupante comprobar cómo, en algunos territorios, la acumulación de irregularidades administrativas, deficiencias en el control del gasto y fragilidades organizativas ha terminado teniendo un impacto directo en la vida de niños y niñas bajo tutela pública. Cuando un menor sufre abusos graves mientras se encuentra protegido por la Administración, no estamos ante un accidente ni ante una mala praxis individual. Estamos ante el fracaso del sistema en su función más básica: garantizar la seguridad y los derechos fundamentales de la infancia.
Insistir en que se trata de excepciones resulta cada vez menos creíble. En los últimos años han aflorado denuncias de abusos sexuales y situaciones de violencia en recursos de protección de distintas comunidades autónomas. Más de mil menores tutelados han denunciado abusos desde 2019, una cifra que debería haber provocado una reacción política mucho más contundente de la que hemos visto hasta ahora. Detrás de estos números hay niños y niñas que crecieron con miedo, desamparo y desconfianza hacia unas instituciones que debían cuidarlos. Y eso, como sociedad, no podemos normalizarlo.
En comunidades como Madrid o Baleares, jóvenes extutelados han relatado públicamente experiencias marcadas por la falta de supervisión, la ausencia de referentes adultos estables y una preocupante desprotección dentro de centros residenciales. En Canarias, la situación de los centros de acogida para menores migrantes no acompañados ha puesto de manifiesto las consecuencias de la saturación, la falta de profesionalidad de quienes dirigen esos centros y la falta de planificación. Las denuncias de organizaciones sociales y las intervenciones judiciales en algunos recursos evidencian una realidad que lleva años advirtiéndose desde los equipos profesionales, sin que se haya producido una respuesta estructural a la altura.
A esta realidad se suma otra menos mediática, pero igual de reveladora. En varias comunidades autónomas, niños y niñas muy pequeños siguen creciendo en centros residenciales por la falta de familias de acogida disponibles. Esto ocurre mientras se repite, una y otra vez, el discurso institucional sobre la prioridad del acogimiento familiar. La contradicción entre el relato político y la realidad presupuestaria no es casual. Es la consecuencia directa de políticas que declaran derechos, pero no los sostienen con recursos suficientes.
Desde una perspectiva de derechos humanos, el panorama es alarmante. España dispone de un marco normativo avanzado y ha incorporado en los últimos años reformas legislativas relevantes para la protección de la infancia. Sin embargo, la brecha entre el reconocimiento legal de los derechos y su garantía efectiva es cada vez más evidente. Las leyes no protegen por sí solas. Protegen los sistemas bien dotados, los equipos estables y las decisiones políticas que priorizan la infancia más allá del discurso.
El debate sobre el modelo de tutela ilustra bien esta tensión. La tutela administrativa permite una intervención rápida y, en muchos casos, imprescindible ante situaciones de desamparo. Pero cuando se ejerce desde estructuras debilitadas, sin control suficiente y con profesionales desbordados, corre el riesgo de convertirse en un espacio opaco, donde las decisiones afectan de manera profunda a la vida de niños y niñas sin una supervisión efectiva. La tutela judicial, por su parte, ofrece mayores garantías formales, pero adolece de lentitud y falta de especialización suficiente. Pretender que uno u otro modelo, por sí solo, resolverá el problema es una simplificación peligrosa.
Desde una mirada progresista y centrada en los derechos de la infancia, la pregunta clave no es quién tutela, sino con qué medios, bajo qué controles y con qué prioridad política. Un sistema garantista debe combinar capacidad de intervención inmediata con control judicial real, evaluación externa, transparencia y rendición de cuentas. No puede descansar sobre la precariedad laboral de sus profesionales ni sobre recursos residenciales saturados que cronifican la institucionalización.
La conclusión es incómoda, pero inevitable. El sistema de protección a la infancia en España necesita una revisión profunda que vaya mucho más allá de reformas normativas o ajustes técnicos. Es imprescindible invertir de manera decidida en prevención y en preservación familiar, fortaleciendo los servicios sociales comunitarios para actuar antes de que la separación sea la única alternativa. Es igualmente urgente mejorar las condiciones laborales, la formación y la estabilidad de los equipos técnicos, porque proteger a la infancia exige profesionales cuidados, no exhaustos.
Hablar de infancia es hablar de derechos humanos y de responsabilidad colectiva. Cada fallo del sistema, cada abuso no detectado, cada niño o niña que crece sin vínculos estables por falta de recursos es una deuda social que no puede seguir posponiéndose. Desde una perspectiva progresista, la protección a la infancia no es un gasto ni un problema técnico. Es una inversión ética y democrática. O situamos de una vez a los niños y niñas en el centro de las políticas públicas, o seguiremos llegando tarde, una y otra vez, cuando el daño ya está hecho.