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El aislamiento es la nueva normalidad

Juan Manuel Bethencourt

Las Palmas de Gran Canaria —

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Aún sin lograr el objetivo propuesto en el inicio de la cuarentena, la reducción en el número de infectados y la caída drástica de los muertos, que en España ya rondan o superan los 11.000, los expertos y analistas comentan ya las proporciones del desconfinamiento, es decir, en qué condiciones será posible salir a calle para reanudar actividades que hasta hace unas semanas podíamos considerar absolutamente cotidianas. Y las perspectivas no son optimistas. Me explico: el éxito paulatino de la cuarentena tras la declaración del estado de alarma nos llevará en condiciones normales a un descenso en el número de infectados, y el siguiente paso será el levantamiento de algunas restricciones en las limitaciones de circulación que ahora mismo padece un tercio de la población mundial, en cada país con el nivel de intensidad marcado por las autoridades correspondientes, por lo general los gobiernos de los Estados. Algunas pautas se intuyen en un horizonte cercano: el paseo de la unidad familiar sin interacción con los análogos, la posibilidad de hacer deporte al aire libre, la reanudación de algunas actividades laborales, luego la apertura de algunos establecimientos. Todo muy gradual y objeto de seguimiento permanente para no producir un nuevo brote y regresar a la línea de salida.

Este escenario, siendo esperanzador en el contexto del momento que estamos viviendo, que se parece cada día más a la III Guerra Mundial pero con un escenario del todo imprevisible (por más que muchos observadores y expertos nos lo hubieran advertido hasta el cansancio), no puede ocultar un paisaje inquietante en el medio plazo. Porque la consolidación del aislamiento social durante un periodo largo de tiempo, seis meses o un año entero, es algo para lo que no estamos preparados los individuos ni nuestra estructura socioeconómica. Simplemente, porque la aglomeración está en la base de nuestro modelo de convivencia, que se basa en el intercambio a todos los niveles. Y buena parte de nuestra estructura económica se sostiene en ese hecho, que los humanos progresamos a través del contacto intelectual, emocional y también físico. Por eso creamos, no por generación, un cerebro convivencial llamado ciudad, enlazado por esas arterias a las que denominados redes de transporte. Y asumir un escenario en el que no haya aglomeraciones supone también entender que no habrá conciertos de música, ni aulas densamente pobladas, ni espectáculos deportivos, ni turismo, ni centros de ocio, quizá tampoco restaurantes y cafeterías, ni gimnasios ni eventos culturales, y así hasta todos aquellos modos de relación humana que hemos entendido como obvios desde nuestro nacimiento. Pues sí, es un cataclismo.

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