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El columnismo lingüístico en la prensa, un espacio para hablar del hablar

Quiosco de prensa

Carmen Marimón Llorca

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“Si otros hablan la lengua castellana / yo hablo la lengua que me da la gana”. Con estos dos versitos asonantados termina “El chico de instituto” —seudónimo de Mariano de Cavia— una de las columnas que, entre 1908 y 1917, publicó en el diario El Imparcial bajo el título general de “Limpia y fija”. En ella, como en otras muchas, critica a los “galicursis”, “galicongrios” o “galiparlantes” —no escatimaba don Mariano—, que prefieren usar corbeille o confort a “canastillo de flores” o “comodidad”, respectivamente.

Como casi todos los columnistas de corte purista (la mayoría), Mariano de Cavia acierta en muchas de sus críticas a los extranjerismos de moda, como en el caso de corbeille, pero se equivoca casi en la misma medida al censurar palabras que, más pronto que tarde, pasarán a formar parte del acervo léxico del castellano. Es el caso del anglicismo confort, por ejemplo, ya recogido por Zerolo en 1895 y que la Academia incluirá en el Suplemento a la decimoquinta edición, en 1927.

Aunque fue Antonio de Valbuena el que, con su “Fe de erratas al Nuevo Diccionario de la Academia”, en 1884 —también en El Imparcial—, inauguró lo que hoy denominamos columnismo lingüístico, es realmente Mariano de Cavia el que le da forma y le confiere el carácter que muchos otros —y pocas otras— detrás de él van a ir modelando y consolidando. Han participado escritores, académicos, lingüistas, periodistas, diletantes de las artes, en definitiva, personas que, por una u otra razón —más o menos lingüística o ideológica—, han sentido la necesidad de posicionarse ante el idioma y, sobre todo, han tenido la posibilidad de hacerlo.

El XX se inicia con Mariano de Cavia y Julio Casares y continúa ininterrumpidamente hasta nuestros días con columnistas como Ramón Carnicer, Fernando Lázaro Carreter, Luis Calvo (el Brocense), Emilio Lorenzo, Manuel Seco, José María Vaz de Soto, Fabián González Bachiller y J. Javier Mangado Martínez, Luis Cortés, El Marqués de Tamarón, Amando de Miguel, Luís Magrinyà, Gregorio Salvador, Francisco Rodríguez Adrados, Álex Grijelmo, Humberto Hernández, Francisco Ríos Álvarez, Juan José Morcillo, Antonio Narbona, María Méndez, Elena Álvarez Mellado, Magí Camps, Lola Pons y Pedro Álvarez de Miranda, de los cuales los diez últimos están hoy en activo.

Un total de 37 columnistas —que tengamos constancia— que han firmado aproximadamente 6.600 columnas sobre la lengua publicadas en 16 periódicos nacionales y regionales tanto en papel como en formato digital (fuente: corpus METAPRES).

A medio camino entre la opinión y la divulgación, las columnas sobre la lengua son textos que tratan sobre la lengua, publicados en la prensa y que constituyen la expresión libre de un individuo que, con periodicidad, vierte sus opiniones sobre el uso que sus contemporáneos realizan de ella. Pueden identificarse como textos especializados, en la medida en que tienen un tema fijo y un autor más o menos especialista; personales, pues resulta fundamental el talante del firmante y su intención de entretener, divulgar o prescribir; interpretativo-críticos, pues suponen una toma de postura sobre la lengua y la sociedad; y con características pragmático-discursivas que muestran distintos grados de oralización y dialogicidad.

Lo singular del columnismo lingüístico es que la reflexión metalingüística que propician se produce en el espacio público de los medios de comunicación. Ocupar ese espacio supone situar el objeto de debate, la lengua, en la esfera de la opinión pública, lo que convierte al firmante en algún tipo de autoridad, en una referencia a la hora de emitir juicios sobre la lengua, y esto último con independencia de que este sea verdaderamente un experto en el lenguaje o un mero aficionado a las palabras.

El columnista, dueño de un espacio de opinión, tiene que tomar postura ante hechos concretos de lengua: neologismos, extranjerismos, variación, autoridad, sexismo lingüístico, contacto de lenguas, norma ortográfica… Estos, unas veces, vendrán motivados por la actualidad —un cartel en un Ayuntamiento: “Trasporte no es una falta de ortografía” motiva un artículo a Lola Pons—; otras, por sus propios intereses —“Y ¿qué diremos ahora del pronominal 'realizarse'? Es de uso corriente y descarado entre las púberes canéforas quintañeras”, brama Luis Calvo, el Brocense—; y, en muchas ocasiones, por demanda de sus lectores —“Se quejaba públicamente una señora hace muy pocos días, mientras caminaba por una de las calles en obras de nuestra capital, de los arrodeos que tenía que dar para hacer la compra”, comienzan una columna Gónzález y Mangado—.

En cualquier caso, la inmediatez de los asuntos de los que tratan y las distintas tomas de postura —más o menos puristas, beligerantes, irónicas, rigurosas— vinculan directamente a las columnas sobre la lengua con el contexto en el que se producen, lo que las convierte en un termómetro vivo de cómo se ha ido percibiendo la lengua española a lo largo de distintas etapas.

Hablar no es, ya sabemos, una actividad neutral, como tampoco lo es reflexionar sobre cómo se habla en un espacio de información-divulgación. Ideologemas recurrentes en las CSL son el purismo, el nacionalismo, la estandarización, la lengua perfecta, entre otros. Se trata, en todos los casos, de tomas de postura que, generalmente, van más allá de lo estrictamente lingüístico para acabar ejerciendo —sobre todo en etapas de fuerte cambio social, como durante la dictadura o en la transición— un papel en la legitimación o no de un determinado orden.

No hay un perfil único que defina al columnista sobre la lengua, pero, si exceptuamos a los profesores/lingüistas del siglo XXI —Luis Cortés, Humberto Hernández, Álvarez de Miranda—, a algunos otros que utilizan un tono moderado —Magí Camps, Francisco Ríos, Ramón Carnicer, Manuel Rabanal— y a las mujeres columnistas —Lola Pons, María Méndez y Elena Álvarez Mellado, deliberadamente lejos de rigorismos normativos—, la mayoría de ellos coincidirían con lo que se ha definido como guardians of language.

Se trata de individuos que recogen la inquietud de la gente común sobre los usos de la lengua y que se construyen un ethos discursivo muy identificable: beligerante, irónico, purista, que recurre con frecuencia a la etimología y a las citas de los clásicos, enemigo de ciertos grupos de hablantes (políticos, periodistas, personajes populares…), con una legión de seguidores con los que interactúa, devoto de la Academia, argumentador fuerte, culto y leído. “Expertos”, “Locos del lenguaje” empeñados, en la mayoría de los casos, en inmovilizar lo que no puede estar quieto, en intentar detener lo que no puede ser sino cambio: la lengua, los hablantes.

El valor del columnismo lingüístico estriba, entre otras muchas cosas, en ofrecer qué es lo que ha importado, lo que ha sido relevante en distintos momentos para la comunidad lingüística hispanohablante, y en mostrar cómo se han abordado los temas y desde dónde se ha tomado postura. En definitiva, las columnas sobre la lengua nos hablan de asuntos, actores y contextos relacionados con el uso y la norma lingüística, hablan del hablar, y pocas cosas nos gustan más a nosotros, los hablantes.

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