La paranoia de la esquizofrenia

La esquizofrenia es una de las enfermedades mentales más graves que existen. Según la psicóloga clínica del centro sociosanitario El Sabinal, Esther Monzón, es una patología hereditaria y se manifiesta en las personas que la padecen de los 15 a los 20 años, pero hasta alcanzar esa edad el paciente presenta una personalidad promórbida, es decir, no tiene buenas relaciones sociales, suele ser tímido y con tendencia al aislamiento.

La esquizofrenia se manifiesta bajo una situación de estrés ambiental que deriva en una crisis. Sus síntomas más típicos son los delirios y las alucinaciones. Tal y como explica la doctora Monzón, estas personas suelen percibir el mundo como “un entorno muy agresivo, y sus actos suelen ir encaminados a defenderse de ese entorno”. A pesar de que existen tratamientos paliativos consistentes en la combinación de fármacos psicotrópicos y antipsicóticos que equilibran el trastorno, cada cierto tiempo suele producirse lo que se conoce como una “descomposición psicótica”, mediante la que se manifiesta la sintomatología aguda. “Las personas que no la padecen de manera congénita, pueden llegar a padecer esquizofrenia como consecuencia del consumo de alcohol y drogas. Hasta el momento no existe cura para esta patología” señala la doctora Monzón.

La prevalencia de la esquizofrenia se eleva a 50 millones de personas en todo el mundo. Solo en nuestro país la padecen entre el 0,6 y el 0,8% de la población adulta, ya que afecta a una de cada 100 personas. En Canarias existen más de 20.000 personas con algún tipo de esquizofrenia diagnosticada.

“Bajo un estricto control médico y una vida muy ordenada, siguiendo todos los protocolos, un enfermo esquizofrénico puede llevar una vida normal y corriente y estar bien integrado socialmente”, explica Monzón. Para ello el tratamiento debe basarse en tres pilares fundamentales: los medicamentos, que alivian los síntomas y evitan las recaídas; la educación y la intervención psicosocial, que ayuda a enfermos y familiares a convivir con la patología; y la rehabilitación, como parte fundamental en la integración social y laboral del paciente. Pero, ¿qué ocurre cuándo un enfermo de esquizofrenia no cumple estos parámetros?

Un caso particular

La respuesta a esta pregunta es de sobra conocida para los vecinos de un céntrico barrio de Las Palmas de Gran Canaria: Sansofé. Allí reside un joven al que, según su padre, le diagnosticaron esquizofrenia cuando apenas le faltaba un año para acabar sus estudios universitarios. A partir de ese momento, comenzó un calvario para él mismo, para su familia y para sus vecinos.

El progenitor de este joven, que tiene un 70% de minusvalía psíquica, narra como desde el primer momento la vida de su hijo dio un cambio radical. “Él tiene sus momentos de lucidez, pero tampoco razona como un adulto. Si se siente desafiado reacciona como un niño pequeño, y no es conciente de que puede hacer daño a alguien”, cuenta. Además de la esquizofrenia, su padre explica que su hijo es “afeminado” y eso provoca las burlas de los niños y de la gente más joven del barrio que se ríen de él, causando en incontables ocasiones enfrentamientos que han acabado en la Comisaría.

Los vecinos de Sansofé no se niegan a hablar de este caso, pero no quieren dar sus datos por miedo a las represalias que el joven pueda tomar contra ellos. Tienen miedo de que les dañe sus coches, como ya ha hecho en otras ocasiones, o de que les haga algo a sus hijos, pues además se da la circunstancia de que la casa del joven está justo enfrente de un colegio de Primaria. Otros miran con desconfianza a los foráneos y se niegan a hablar de este caso. “Para qué, qué sentido tiene hablar de ello, nadie puede solucionar este tema”, señala una vecina y lo dice desde la experiencia que otorga el ver como nadie ha podido hacer nada contra un sujeto que, tras años de fechorías, ha permanecido siempre impune.

“Una de las veces que fui a ponerle una denuncia ?cuenta una señora- la funcionaria que me atendió me enseñó la cantidad enorme de denuncias que tenía el mismo chico”. Otra muchacha más joven explica: “Yo sufrí a este hombre cuando era pequeña y ahora me da mucho miedo de que a mi hija le suceda algo, no me gusta que pase por debajo de su ventana”.

Y es que según el testimonio de los vecinos, este muchacho tira papelitos con recortes pornográficos, latas, piedras y otros desperdicios desde la ventana del tercer piso en el que vive. “Ha rayado coches y motos de personas del barrio y ha agredido a algunas que le han hecho frente”, reseña un fornido joven. Ahora, una de estas vecinas le ha ganado un juicio por faltas y lesiones por el que el joven tendrá que indemnizarla. Mientras muestra la sentencia que condena al enfermo, declara con indignación: “Me destrozó el coche hace años, menos mal que hubo una testigo que fue al juicio, porque la gente le tiene tanto miedo que no quiere ni ir”.

Daños colaterales

El padre del enfermo, por su parte, reconoce que su hijo padece un problema y que tiempo atrás tiraba botellas de cristal por la ventana, sin tener en cuenta que podía darle a cualquiera. “No lo hace con mala intención, la culpa era mía que compraba botellas de vidrio porque eran más baratas”, afirma, y desmiente que su hijo tenga un problema con todo el barrio, sino con algunos vecinos a los que el chico “tiene manía”. Además, el padre se queja de que él sufre “los daños colaterales” de tener a un familiar con esta patología, puesto que su coche y su casa han sido objeto de las iras de algunos de los vecinos que han tenido enfrentamientos con su hijo. “Mi hijo no es ningún Bin Laden”, repite este bondadoso anciano que, además de a su hijo, tiene a su cargo a su esposa enferma.

Los residentes de Sansofé, después de años de enfrentamientos con este joven, no ocultan su hartazgo y su desazón frente al tema. “Si está mal, si está enfermo, que se lo lleven a un centro y que lo internen, pero que nos deje vivir tranquilos a todos los demás, que esta situación no hay quien la aguante”, exclama otro vecino.

Sin embargo, según comenta la psicóloga Esther Monzón, la posibilidad de que esto suceda es prácticamente imposible, porque desde que hace una década se iniciara la Reforma Psiquiátrica que determinó que los psiquiátricos debían desaparecer y los médicos y especialistas de salud mental debían de trabajar con los enfermos en la comunidad, no hay centros. Por eso donde único se interna a una persona con un problema de este tipo es en las Unidades de Internamiento Breve de los hospitales generales, pero esto sólo sucede cuando existe una orden judicial o su tutor legal así lo pide, cuando el enfermo sufre una crisis y por un tiempo estimado de 15 días. “Cuando se recupera lo mandan de nuevo para casa”, comenta Monzón.

Otra de las salidas a esta problema es sólo apta para personas con alto poder adquisitivo que puedan permitirse internar a sus familiares en un centro privado de salud mental cuya minuta ronda los 100 euros por día, es decir, se necesita una media de 3.000 euros al mes. Eso, siempre y cuando la persona afectada quiera que lo internen, porque si no está incapacitada legalmente, o si su tutor legal no lo permitiera (en caso de que estuviera incapacitado) no habría nada que hacer.

Un problema complejo

Al plantearle un caso así al abogado Alfonso Dávila, éste especifica que en la esquizofrenia existen intervalos lúcidos, es decir, “esta persona puede ser completamente normal y plenamente conciente mientras comete pequeños delitos de faltas”. Una actitud denunciada por los vecinos, uno de ellos incluso señala que actúa con “alevosía y nocturnidad”, para que no haya testigos de sus acciones. Sin embargo, Dávila recuerda que la acumulación de faltas no crea antecedentes penales, por lo que esta persona puede pasarse el resto de su vida cometiendo pequeñas faltas y amargando la existencia de su vecindad, sin que por ello tenga que cumplir ninguna pena de privación de libertad.

“El delito penal sólo actúa cuando llega la sangre al río, por explicarlo de una manera gráfica”, señala Dávila, quien explica que a este muchacho sólo se le podría abrir un procedimiento civil, para pedir su incapacitación, “si realmente está incapacitado y supone un peligro”. Algo que sólo se conseguiría si alguien le presenta una demanda de incapacitación mental o si el propio Misterio Fiscal actuase de motu propio, “pero vamos, que no es fácil” advierte.

Mientras los años siguen pasando, el joven pasa por épocas más tranquilas en su enfermedad y da una respiro a sus vecinos que son concientes de que en su barrio hay una bomba de relojería que en cualquier momento puede estallar. Su padre dice que alguna vez ha pensado en irse del barrio, pero se pregunta a dónde podría ir, si lleva más 30 años residiendo en el mismo lugar. “Sería volver a empezar de nuevo y yo ya no tengo edad”. Las autoridades parecen tener las manos atadas, nadie parece saber nada de este asunto, o quizás es mejor no saberlo. “El día que pase algo, algo grave, entonces habrá una desgracia en este barrio, porque estamos solos, nadie nos ha ayudado nunca en este tema”, advierte una vecina cuyo rostro es la viva imagen del miedo y la desesperanza.

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