Viaje en los bajos de un camión

Ahmed lo intentó. Como muchos de sus amigos. Dice que está muy gordo y que no cabe en los bajos del camión. Sufian es unos años mayor que él. Vive en España desde hace diez años. A esa edad decidió jugársela y viajar, clandestinamente, a España. Ahora está de vacaciones en Marruecos. Cuenta que su novia se llama María y que trabaja como pintor en Barcelona. No se arrepiente de nada. “Pasé mucho miedo, pero ahora tengo trabajo y puedo enviar dinero a mi madre”.

Los niños de la calle, y los que no lo son pero viven en situaciones precarias en los alrededores de Tánger, forman parte de la postal típica del puerto de la ciudad fronteriza, al norte de Marruecos y a sólo 14 kilómetros de Tarifa; 54 de Algeciras. Demasiado cerca como para no querer formar parte de los que se aventuran a atrapar el sueño europeo.

Decenas de ellos aguardan cada día en las inmediaciones de las infraestructuras portuarias esperando un despiste de la policía y los camioneros para introducirse en los bajos de las máquinas, sobre sus ruedas, y empezar un viaje que a veces recorre cientos y cientos de kilómetros por las carreteras españolas. Ellos no suben en una patera, ni son recibidos por los equipos de la Cruz Roja. “Esto es mucho más barato”, dice Sufian.

Khamal y Abdel no han tenido suerte esta tarde. Decepcionados, lo primero que dicen es que no quieren ni fotos ni conversación. Con desconfianza, cuentan que se han metido en los bajos de un autobús de turistas para cruzar a Algeciras. La Policía les ha descubierto antes de embarcar. “Nos dejan libres si les pagamos cincuenta dirhams (cinco euros)”. Se dan la vuelta y se marchan. A Khamal todavía le dolerá unos cuantos días la quemadura que le ha marcado la cara.

En la misma terminal de mercancías donde encontramos a Abdel y a su compañero de viaje se prepara Antonio, un camionero que se reserva apellidos y empresa para la que trabaja. “Se nos meten en los camiones a todas horas, es muy peligroso, algunos llegan a morir en el intento”, cuenta. “Muchas veces los descubro aquí y los hago bajar, es un problema; otras veces me los ha encontrado la Policía española ya en nuestro país”.

Cuando los descubren, se les practican las pruebas óseas para determinar si son menores de edad. En ese caso, se les deriva a uno de los centros de menores que mantienen las Comunidades autónomas, donde estudian, comen y duermen hasta cumplir los 18 años. En estos momentos, las instalaciones de acogida españolas albergan a más de cinco mil niños, de los que unos 1.500 son atendidos en Canarias.

Retornos voluntarios

Andreu Camps trabaja en Tánger con los menores de la ciudad. Puso en marcha con un equipo de profesionales un programa de prevención y de retorno voluntario financiado por la Generalitat de Cataluña y la Unión Europea. En materia de prevención trabajan con los niños de la ciudad que viven en barrios periféricos, de chabolas. Zakaría es uno de esos niños. “Son pequeños que han visto cómo se marchaban a España clandestinamente sus hermanos o sus vecinos y tienen en la cabeza la idea de hacer lo mismo”.

Zakaría es muy menudo. Dice que tiene catorce años, pero no aparenta ni diez. No se está quieto un segundo. Cuando para de reírse, cuenta que está muy contento en el centro. “Aquí aprendo muchas cosas con los profesores y tengo muchos amigos”. Por un tiempo, no pensará en España.

Para los que ya cruzaron, “tenemos el primer programa español y europeo de retorno voluntario que garantiza formación y trabajo a los niños; ya han regresado nueve”, explica Camps, que reconoce que está yendo más lento de lo que pensaban. “Hemos alcanzado acuerdos con las empresas que están instaladas en Tánger, la mayoría españolas, para que contraten a los chicos cuando terminan su formación en hostelería y construcción”. Ahora están pendientes de la primera promoción y tienen apalabradas ya medio centenar de contrataciones.

Para Camps, el acuerdo de repatriación que quiere poner en marcha España a partir del año que viene con Marruecos “nace muerto”. Para evitar la sensación de fracaso del niño, muchas veces influido por su familia para iniciar el viaje, el retorno, dice, tiene que ser voluntario y con garantías de éxito a su regreso.

Abdelaziz está de acuerdo. Él viajó a España también en los bajos de un camión. Hace ahora ocho años. “¿Cómo van a expulsar a un niño sin saber por qué ha decidido marcharse y sin darle nada a cambio?”. Trabaja como traductor en centros de menores de la Comunidad de Madrid y asegura que “aunque muchos niños de Tánger se marchan a España porque ven que los mayores llegan con coches, ropa moderna y dinero; hay otros muchos que lo hacen obligados por sus padres o porque están en la calle y no tienen nada que echarse a la boca”.

Unos y otros se lanzan a los bajos de los camiones como si fuera un juego, alimentado muchas veces por los efectos del hachís y el pegamento, compañeros de aventuras de muchos de los niños de las pateras y los camiones. Niños que, en Tánger, tienen a tiro de piedra el primer mundo. Como dice Sufian, “el de los afortunados”.

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