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Un pastor cubano

Juan Capote

Para dormir introducía su hocico en mi zapatilla, usándola como una máscara de oxígeno bastante irrespirable e impregnada contundentemente de todo el olor que podría exhalar el pie de un soldado de 2ª del ejército español. Aquel cachorro y yo compartimos un dúplex y la comida comprada en el centro de Madrid, que podía ser propia de humanos o de perros conforme a las circunstancias temporales, es decir, según el día del mes. Me lo había regalado Alicia, una colega quien, como yo, empezaba a dar sus primeros pasos en la profesión, si bien ella trabajaba en una clínica de pequeños animales. Cuando fui a recoger a ese pastor alemán, certificado por una novel especialista, me enseñó a sus padres. El macho era espectacular, aunque la hembra parecía más mediocre, aún teniendo en cuenta la desmejora propia del periodo de amamantamiento. Sin embargo, me llamó la atención el que cierto cachorro tuviera una mancha blanca destacada debajo de su cuello, pero Alicia le restó importancia a esa circunstancia, al mismo tiempo que ponía en mis manos otra de las crías, que correspondía totalmente al prototipo de cachorro de aquella raza.

Tras dos meses de convivencia, cerca de la Puerta del Sol, aproveché un permiso militar para llevárselo a mis padres. A los dos le gustaban mucho los perros y se quedaron muy contentos cuando les llevé a Drake, tal como lo bautizamos en honor de otro entrañable cánido que había vivido su dilatada existencia junto a nosotros. El cachorro, como todos, era juguetón y bonito, aunque no hubiera empezado a levantar las orejas, para lo cual ya tenía edad.

Cuando, al fin liberado del servicio militar, regresé de nuevo a casa, en Navidad, lo hice acompañado por Mariano, otro colega de mi promoción, ya profesor asociado a la Universidad y con un brillante porvenir de etnólogo por delante.

Él conocía mis tribulaciones acerca de las orejas del perro, por lo que llegó a la isla con una expectación casi igual a la mía. No tardamos en comprobar las cualidades del can: su hocico molosoide, su grupa a la altura de la cruz y, sobre todo, la verticalidad de las orejas, hacia abajo, indicaban claramente que ese gracioso animal de ocho meses era producto de un cruce. Es más, si no hubiera sido porque lo vi mamando de su madre, hubiera dicho que, aparte de una displasia de cadera, de pastor alemán no tenía una gota de sangre.

En cualquier caso, el perro parecía bonito y así me lo hacía notar la gente que lo veía, antes de preguntarme por su raza. Dada mi condición de veterinario, no podían suponerse que el animal no tuviera pedigree. Tres veces tuve que contar la historia con la previsible desilusión de mi interlocutor o interlocutora correspondiente, pero a la cuarta decidí cambiar de argumento. Un día comprobé, mientras paseaba a Drake, que no podía esquivar a la persona quien, desde lo lejos, se acercaba hacia mí con el ánimo insidioso de interrogarme. Era un “experto” local, de más edad que yo, al que le gustaba alardear en público de sus “conocimientos”, sobre todo cuando le permitían resaltar la ignorancia o el fracaso de otros. No estaba cerca aún, así que me dio tiempo para pensar.

-Está bonito el perrito -sonreía falsamente - ¿De qué raza es?

-Pastor Cubano – contesté mirando al infinito.

-Ah! Sí... Creo que he oído hablar de ellos... Pero hay pocos, ¿no?

-Que yo sepa, en España sólo hay tres parejas. La colega que me regaló el cachorro tiene una en Madrid (esta ubicación geográfica le dio un toque de veracidad que me animó).

-Pero es un poco chato para ser pastor... -observó receloso.

-Claro -contesté ya mirándolo a la cara- según me contó mi amiga, Fidel los seleccionó con ese criterio para poder hacer presa en el ganado cebuino que pasta en las caballerías de allí -me estaba envalentonando-, y si te fijas bien en el andar, mueve las caderas a un ritmo de bailarina de Copacabana.

Aunque parezca mentira, se lo tragó, y como él otras personas que me caían antipáticas o a las que quería gastar una broma.

Drake no tardó en situarme nuevamente, como su legítimo dueño, en la cúspide de su sociedad jerarquizada. Esa relación duró un año, después del cual tuve que ir a trabajar fuera. Y entonces ocurrió el desastre: sin que nos diéramos cuenta, el perro se había promocionado en el grupo familiar hasta tal punto que sólo admitía mi autoridad, y eso quedó patente cuando me fui. Se aculaba y gruñía a mis padres, actitudes que pude comprobar personalmente, porque terminó comportándose de ese modo conmigo durante una de las visitas que con frecuencia hacía a la isla. Y un día llegó la fatídica llamada: Drake había mordido seriamente a la empleada del hogar, quien desde su época de cachorro le daba de comer cuando estaba en casa. A ella tuvieron que llevarla al hospital para curarla y con el perro hubo que tomar una drástica decisión. Cuando, no mucho tiempo después, regresé a La Palma, no hice ninguna pregunta. Miré a mi padre. Sus ojos parpadearon y un ligero movimiento de su dentadura fue lo más parecido a una triste sonrisa.

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