Las ciencias de la evolución se reconcilian con las islas

Una foto de satélite de Canarias.

José María Rodríguez (EFE)

Las Palmas de Gran Canaria —

Las islas han ejercido desde los tiempos de Darwin un potente magnetismo sobre casi todos los estudiosos de la evolución, pero no siempre han salido bien paradas: descritas de forma reiterada como callejones sin salida para las especies, la ciencia comienza ahora a lavar su imagen.

Seis investigadores de las Universidades de Oxford (Reino Unido), Copenhague, La Laguna (Tenerife), Azores (Portugal) y Atenas publican en Science un relato de cómo ha cambiado en medio siglo la visión que la ciencia tiene de las islas, esos pequeños retazos de tierra que juntos solo suman el 3,5% de la superficie del planeta no cubierta por los océanos, pero que atesoran el 20% de las todas las especies terrestres y el 27% de los idiomas humanos.

El trabajo pretende rendir homenaje al 50 aniversario de la Teoría de la biogeografía de las islas, una tesis de Robert MacArthur y Edward O. Wilson que predijo el número de especies que podía albergar una isla y con enorme mérito, porque solo hacía una década que se había descubierto la estructura del ADN y casi en esas mismas fechas la tectónica de placas confirmaba de forma fehaciente que los continentes llevan millones de años a la deriva.

Las islas de archipiélagos como Hawai, Galápagos, Canarias o Fiji siempre han intrigado a la ciencia, porque al haber emergido del fondo del océano, sus especies terrestres tuvieron que llegar a ellas superando distancias enormes, sobrevivir y lograr adaptarse a un nuevo entorno en un lento proceso que suele acabar deparando endemismos, formas de vida que solo habitan en su territorio.

Los autores de este trabajo explican que, por ese motivo, se fue gestando el concepto del síndrome de la isla, para definir ese camino evolutivo que hace que una planta que ha cruzado cientos o miles de kilómetros para llegar, por ejemplo, a Azores o a Reunión pierda allí su capacidad de dispersión a larga distancia o que una variedad de cormorán se olvide de volar tras colonizar Galápagos.

Y, al mismo tiempo, esa idea iba construyendo la imagen de las islas como sumideros de biodiversidad, lugares a los que las especies llegan desde los continentes, se adaptan, generan rarezas, a veces se extinguen... pero de donde nunca regresan, supuestamente.

Los investigadores Robert Whittaker, de la Universidad de Oxford; José María Fernández-Palacios, de La Laguna, y el resto de firmantes de este artículo subrayan que ese concepto de fondo de saco ya está superado, porque se han descubierto varios casos en los que determinadas plantas han recolonizado desde las islas sus áreas continentales de procedencia tras haber desaparecido de estas. Sin ir más lejos, eso ha pasado entre Canarias y la costa de Marruecos.

A su juicio, la imagen incompleta que se ha tenido de los ecosistemas insulares parte de no haber prestado más interés a la propia evolución geológica de las islas, que hace que su territorio esté sometido a cambios constantes y de gran magnitud, de forma que se puede pronosticar una isla agreste y húmeda como La Palma, emergida hace 1,8 millones de años, con el tiempo será tan árida y erosionada como Fuerteventura, 21 millones de años más antigua.

Por no hablar, añaden, de los cambios en el nivel de los océanos durante el Cuaternario, con subidas y bajadas del mar de hasta 134 metros de altura que hicieron que algunas islas dejaran de ser tales o que estuvieran enlazadas con algún continente por rosarios de islotes que ahora son montes submarinos. Sin olvidarse de que acaba de descubrirse todo un continente hoy sumergido, Zelandia.

Así que este grupo de científicos prefieren mirar a las islas oceánicas como laboratorios de la naturaleza, a los que la vida en la Tierra no solo debe un puñado de especies raras y escasas.

Recuerdan, en este sentido, que en esta década se han publicado trabajos que prueban, por ejemplo, que el mundo le debe a las islas la mitad de las 10.000 especies de aves que habitan el planeta: los pájaros cantores, que se extendieron por los continentes desde Australia y Nueva Zelanda gracias a la formación del archipiélago de Wallacea (Indonesia), que hizo posible que saltaran a Asia.

Los firmantes de este artículo abogan por seguir investigando sobre los caminos de la evolución en las islas, para resolver algunas cuestiones que siguen a día de hoy sin respuesta.

“Sin embargo, se trata de una carrera contrarreloj, debido a la extraordinaria presión que ejerce sobre las islas la actividad del hombre y a la pérdida de endemismos insulares a la que asistimos. De cara al futuro, sin duda necesitamos aumentar los esfuerzos para conservar los ecosistemas de las islas”, advierten. 

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