La irrupción de numerosas operaciones contra la corrupción dispararon en España estos últimos ocho años el síndrome del teléfono pinchado. No hay nadie con cierta relevancia pública que no haya manifestado jamás su sospecha de tener su móvil intervenido, bien por la Policía a instancias de un juez, o bien por algún particular o agencia pública o privada de modo ilícito. Desde que Julio Bonis, a la sazón consejero de Presidencia y Justicia, presumió de haberse traído para Canarias un maletín costosísimo para interceptar conversaciones telefónicas a través de móviles, la clase política, empresarial y periodística vive instalada en la sospecha de que en algún momento puede haber sido escuchada, y no siempre de modo legal. No ha contribuido nada a descartar tales sospechas el comportamiento de algunos responsables con mando en plaza, como el citado Bonis o, más recientemente, José Manuel Soria, que estos últimos años se ha caracterizado por lo que aquí hemos bautizado como Soriagate, con sus habituales secuelas. Y no siempre se ha dirigido Soria hacia el más patético de los espionajes, como cuando se permitió grabar a escondidas a un testigo de una trama de corrupción del PP, sino incluso hacia las más abyectas sospechas de que pudo haber accedido, directa o indirectamente, al contenido del ordenador profesional de una juez de instrucción. El caso Época se despachó con la publicación de dos infames reportajes en la revista de igual nombre pagados con dinero de todos los canarios a través de la Consejería de Turismo. El otro caso, el del Atlante II, sigue abierto a través de una investigación judicial que determine si desde determinados órganos del Gobierno canario se accede al contenido de ordenadores de la Administración de Justicia.