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Trozo de naturaleza

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Román Delgado

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Fuera de la casa, la nube va y viene, como si estuviera empeñada en encadenar una gracia tras otra. La verdad es que el horno no está para bollos, que el frío, desconocido hasta ahora, ya se encarga de poner cara de circunstancia a jóvenes y mayores.

En los laterales del trozo de naturaleza, a modo de seto arbóreo, los frutales toman color prematuro de primavera y la carga de verdes, rojos y amarillos permite que se componga otro cuadro, con nuevas plantas y flores invitadas, y con una asombrosa paleta de tonalidades.

Todo apunta a que el invierno dice adiós, un adiós que no está por la labor de expirar de manera inmediata, de entregarse a una primavera que sueña con abrir su esplendor cual capullo musculoso y soleado de rosa color sangre.

Más arriba, por encima de los mil metros, los brezos lucen flores blancas y olorosas y los pájaros brincan de un lado a otro muertos de alegría, borrachos de tanto elixir. Abajo, donde troncos y plantas se agarran al sustrato, la belleza es verde sobre verde y ese espacio se niega a admitir prisiones de marrones y amarillos en área clímax de monteverde.

La vida brilla en cualquier punto del trozo de naturaleza encerrada entre líneas de frutales que juegan a creerse recién nacidos, con el cántico de los pájaros menudos y divertidos que revolotean apoyándose en manzanos, perales y ciruelos podados en señal de fiesta.

La llovizna, junto a la nube gris, espesa y opaca, sigue encharcando el sendero, que refleja sombras del árbol viejo en lagunillas donde hacen pie hasta las hormigas. Al otro lado, las aves de corral se enfangan graciosas y enloquecidas por dos rayos de sol que calientan de incógnito, los primeros de las últimas semanas.

En la otra esquina de la cuadra, ahora camino de una puerta artesanal trancada, espabilan cuatro ovejas negras de barro y estiércol. Los gallos se quitan de delante y el ovino semilanoso sigue derecho a su destino. Llegan y paran, y son los críos los que cortan pan con las manos y las entretienen, ansiosas por llegar a la comida y rumiar... Comer y rumiar.

Hay nubes se mire para el lugar que se mire, y ahora sol, y luego lluvia fina, que se ve que es ella misma gracias al charco poco profundo. Y ya, al fin, solo cielo azul y nieve de fondo.

Todo esto pasa a nada de que caiga la noche, que llega, como siempre, con su regalo maniático de meter menos y menos grados. Queda un instante para que la luz del día descanse y eso se nota en los termómetros, y en el corral, donde solo dos patos arcoíris, ociosos, pasan de moverse del pico del montón de gallinaza. En la cumbre de la montaña de excrementos, orines, palos y hierba seca, reposan esas aves, que evitan acudir a un lugar más seguro. Tarde o temprano lo terminarán haciendo, pero por ahora se hacen de rogar.

La luz cayó del todo, se fue, y la noche ahora se estrena. Los pájaros, los animales domésticos y el resto de fauna salvaje, a excepción del grupo de nocturnos, están abrigados, y las ventanas ya oscuras de aquellos frutales que presumían de alegría abortan sin querer cualquier intento de felicidad multicolor.

Los setos están pero no se ven, el corral ha apagado todas sus luces y ya solo queda abrigarse mucho, hasta arriba del todo, con los ojos encendidos y la vista abierta, y a la vez confiar en que la nube también duerma porque esta vez no haya decidido irse de amanecida, de baile y fiesta hasta altas horas de la noche.

Pasa el tiempo y el silencio reposa sobre árboles, tierras de cultivo y tejado a dos aguas. Fuera, el cielo negro se deja ver a lo lejos y, poco a poco, con los grados empujando hacia el refugio, se divisa un espectáculo de luces que recuerda el placer de los pájaros libres y saltarines entre las ramas de los brezos borrachos de miel y fragancia.

Las estrellas invitan a quedarse a la intemperie; el frío lanza hacia la casa; el corral permanece ajeno a este minúsculo jaleo, y las flores de los árboles recelan encogidas a ver qué tal pasan la noche..., y a contar una menos para ya estar más cerca del esplendor de la primavera.

A estas horas resulta imposible aguantar más. Da mucha rabia, pero el cuerpo no está preparado para ese chute de frío. Dentro, cuatro niñas duermen enrolladas en mantas y más mantas que hacen de muro de contención. Junto a los dos peldaños que llevan al salón, dos almas embobadas por cielo y trozo de naturaleza se niegan a sumergirse en un mar de abrigo, el que espera helado.

Las estrellas se ponen a bailar para llamar la atención y evitar el adiós de los seres hielo, pero el frío a la vez pellizca queriendo indicar que fuera más no. Entonces saltamos dentro de las cuatro paredes, y todo queda atrás, menos el recuerdo, que mantenemos vivo hasta que el sueño nos convierte en invisibles, en seres muertos por un rato, en cuerpos en hibernación... Aún nos queda la esperanza de que las estrellas penetren en la habitación con cordillera hecha de mantas y enciendan otro sueño en que el invierno haya quedado atrás y la primavera, en todo su esplendor, deje vivir el día como si fuera la noche y la noche como si fuera el día...

... todo en el trozo de naturaleza.

*Relato publicado en el libro de cuentos y otros textos llamado PolicromíaPolicromía

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