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Sobre Babel y la izquierda

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Observo con estupor que la inmensa mayoría de la izquierda ha celebrado como una gran conquista la decisión de aceptar el uso de las lenguas cooficiales en el Congreso. La alegría está justificada si pensamos que estamos más cerca de alcanzar un Gobierno progresista para los próximos cuatro años, algo que parecía muy complicado meses atrás, pero no es solo eso: por el carácter de ciertas reacciones, parece que estuviéramos ante un logro fundamental para el proyecto de la izquierda, lo cual denota un severo sobreentendido.

Celebrar la posible configuración de una mayoría parlamentaria alternativa a la ola reaccionaria no debería impedirnos ver que estas cuestiones, además de puramente simbólicas e innecesarias en sentido práctico, son contrarias al objetivo mismo del parlamento. El Congreso ya refleja la realidad plural del país. Que uno de sus miembros se permita hablar allí una lengua diferente a la lengua común, hablada por todos los españoles —diputados incluidos—, es un capricho, porque no va allí a hacer gala de su identidad, sino a entenderse con los demás. Es un servicio que presta a todo el Estado. Su propio nombre —que proviene del latín parabolare y que sostiene igualmente el francés parler y el italiano parlare, “hablar”— indica que el parlamento es el lugar donde el entendimiento toma su raíz en la palabra. 

En lo que respecta a la comunicación, el sentido común es claro: debemos ser prácticos. El lenguaje como creación humana nace históricamente para encontrarnos con el otro, para posibilitar la comunicación y, por ende, la comunidad. Por lo tanto, podemos y debemos agradecer que todos los miembros del Congreso cuentan con una lengua común y usarla para tal fin. Usarla, incluso, para decir que España no representa a algunos de ellos; y para responder también que el secesionismo es un delirio antihistórico y que los nacionalismos, del tipo que sean, sacan fuera lo peor del ser humano obstaculizando la búsqueda, tan frágil y ardua, del bien común.

En lo que respecta a la política, debemos tener claro además que se trata del instrumento para gestionar precisamente esa búsqueda, de la cual nace la democracia. Su fin es, por tanto, buscar los acuerdos que permitan configurar un proyecto común, entendiendo que existe un futuro que nos une y que debe ser conquistado. En este sentido, la palabra crea el espacio compartido, reconocido por todos los ciudadanos, donde ocurre todo lo anterior. Tal es su vocación política, intrínseca al propio lenguaje, y no la de establecer diálogos sordos.

Por lo tanto, no se trata del gasto que supone el uso de las lenguas cooficiales en el Congreso —leo que podría alcanzar el millón de euros, lo que supondría un ínfimo 0,009 del presupuesto total del Congreso—; se trata de que es un gasto absolutamente injustificado porque no obedece a ningún fin práctico y sobre todo no obedece a la esencia misma del parlamento y la democracia, que buscan un proyecto de convivencia común basado, como no puede ser de otra manera, en la comunicación.

Por todo lo anterior, el uso de las lenguas cooficiales en el Congreso no es un logro de la izquierda, sino de un proyecto muy diferente con el que, claro está, debemos entendernos. No obstante, el camino de la izquierda pasa por imaginarse el mundo que desea crear y dibujar un proyecto claro para alcanzarlo, por asumir la responsabilidad de desarrollar el proyecto histórico de la justicia social y la democracia; no por pelear la causa concreta de cada minoría, por hipotecar los avances conquistados —y aquellos que están por conquistar— en nombre del constante reconocimiento de las particularidades, ya que no terminaríamos jamás de detenernos en cada una de ellas, y mucho menos por la defensa del privilegio.

Creo sinceramente que, si comprendemos esto, nos será más fácil dibujar una historia nueva, comunitaria y más humana, que nos puede unir por la calidad y la universalidad de nuestros avances, y que está llamada ya —por la entidad de los desafíos históricos que afrontamos como civilización— a darse a nivel europeo.

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