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Fin de campaña

Rafael Álvarez Gil

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Es verdad que el votante decide la orientación de su voto cada vez más tarde; es decir, a medida que se acerca la cita con las urnas. Es más voluble o, si lo prefieren, lo deja para última hora. Ahora bien, una cosa es eso y otra bien distinta pensar que en la campaña electoral se decide el resultado ‘per se’. Más bien al contrario, muchas de las decisiones ciudadanas vienen motivadas por lo que ha ocurrido a lo largo del mandato. Y las dudas últimas son, roto el bipartidismo, a quién votar dentro de un mismo bloque, sea en la izquierda o en la derecha.

El lunes todos los candidatos y candidatas, todas las siglas políticas, habrán obtenido sus notas respectivas la noche anterior. Unos estarán contentos y otros no tanto. Unos se prepararán para saborear el poder y otros tendrán que adaptar sus hojas de ruta para una travesía por el desierto. El pueblo el domingo hablará. Y gustará o no su veredicto, pero es el válido en democracia. Es el que es. Son las reglas del juego.

En Canarias habrá consecuencias en uno u otro sentido que procederá descifrar. Y en el ámbito estatal otro tanto. No quiero adelantarme. Pero si hay algo que me preocupa, de largo, de esta campaña electoral con respecto a las anteriores: el desencanto ciudadano. Hace tiempo que las organizaciones políticas no son capaces de vertebrar el sentir social, de encauzarlo adecuadamente de cara a las organizaciones. La democracia representativa, tal como la hemos conocido en las últimas décadas, está en crisis evidente. Y es preocupante. Abre la puerta al neofascismo pero, de paso, ahonda en el desaliento ciudadano hacia la cosa pública. Y así no hay sociedad que resista.

En la novela de Miguel Delibes 'El disputado voto del señor Cayo', que escribió en los albores de la democracia, se retrata el periplo electoral de un candidato en la antigua Castilla que va recorriendo los pueblos haciendo campaña por su partido y, pronto, se topará con una persona (el señor Cayo) que con otro estilo de vida radicalmente alejado al de la gran ciudad, le hará (cuando menos) replantearse sus certezas. Evidentemente, cuando Delibes (aquel que supo describir la sobriedad del alma castellana) escribió esta obra, la democracia gozaba de buena salud. Ni por asomo, podía imaginar algo similar a lo que vivimos en el presente tras los estragos de la pandemia y la crisis económica.

Lo interesante de este libro es eso: cómo una persona llamada a ocupar el poder institucional (nada más y nada menos que un escaño) se percata, de repente, en medio del ambiente rural y despoblado, que la vida (de verdad) es realmente otra cosa. Y entonces todas sus ambiciones por escalar se disipan. La vida y la muerte se personifican en la pequeñez de lo cotidiano a ojos de un dirigente político que tuvo el acierto de detenerse a escuchar y ver lo que la gran mayoría de sus correligionarios (de todos los partidos) no hicieron. Eso sí, el domingo no dejen de ir a votar. Muchos dieron la vida para que podamos disfrutar de este derecho en libertad. No lo olvidemos.

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