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Canarias, ¿sociedad de acogida?

Migrantes en el muelle de Arguineguín, el lunes 19 de octubre

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El domingo 28 de agosto de 1994 llegó, con dos jóvenes emigrantes saharauis a bordo, la primera patera a Canarias, en concreto a las costas de la isla de Fuerteventura. 26 años y 110.000 emigrantes después, todavía no hemos aprendido a recibirlos, ni como sociedad, ni como Estado.

Desde esa fecha, desconocemos las cifras reales de los emigrantes fallecidos -¿o deberíamos decir asesinados?-. Sin embargo, se cuentan también por decenas de miles. Bien en el recorrido por tierra previo al embarque, como en las peligrosas rutas marítimas que separan las islas del continente, y aún por las ilegales y despreciables devoluciones en caliente y consiguientes abandonos en tierra de nadie, practicados por los sucesivos gobiernos españoles -sin importar su posición ideológica- así como por los de los países del norte de África.

A fines del año 2005, los graves sucesos acaecidos en las vallas de Ceuta y Melilla supusieron un punto de inflexión en la cantidad y calidad de la emigración africana a Canarias, ya que, por primera vez, llega a la isla de Gran Canaria, al municipio costero de Agaete, un cayuco, embarcación que por relación a la patera dispone de una mayor capacidad de carga y de igual riesgo, por lo que cualquier accidente multiplica el drama. Estas embarcaciones —debido a la presión acompañada de concesiones y dádivas de las autoridades españolas y europeas sobre estados como Marruecos, Mauritania o Senegal, para externalizar de esta forma sus propias fronteras, trasladando a estos estados las labores de represión sobre el movimiento migratorio— asumen rutas cada vez más alejadas del territorio canario y, por lo tanto, mucho más peligrosas.

A lo largo del año 2006, debido precisamente al uso de los cayucos como nueva embarcación y a las crecientes dificultades para alcanzar Europa a través de las rutas de Ceuta, Melilla y, posteriormente, el estrecho de Gibraltar, la cifra de emigrantes que llegan a las costas canarias crece de forma exponencial: 31.678 personas arriban entonces a las islas Canarias en lo que se denominó, sin la más mínima originalidad ni empatía, “la crisis de 2006”, que, entre otros acontecimientos lamentables, generó la politización de la cuestión migratoria. Empezó a hablarse de invasión, oleada, avalancha… etc. El entonces ministro del Interior español, el fallecido “socialista” Alfredo Pérez Rubalcaba, asumió la repatriación desde Canarias de 750 emigrantes en lo que él mismo calificó de “mensaje inequívoco a las mafias”. Esas mafias del proceso migratorio que siempre han servido de chivos expiatorios de la política inhumana practicada por España y la Unión Europea, así como de su completa inacción frente al drama o, lo que aún es peor, su acción exclusivamente represiva y de seguridad barnizada con unas pinceladas de cooperación que, vistas con la perspectiva que dan los años, han servido para bien poco: una industria, la de la seguridad, que ha hecho y sigue haciendo su agosto en un negocio que, como antes con la esclavitud, encuentra ahora en los emigrantes su alimento.

Los años siguientes, y de forma progresiva, contemplaron una disminución del flujo migratorio a Canarias, hasta llegar a este 2020 que apunta a alcanzar o tal vez superar las cifras del año 2006. En lo que llevamos de año, cerca de 18.000 personas han alcanzado las costas canarias. Sólo durante la primera quincena del mes de septiembre llegaron, en pateras o cayucos, 1.270 personas. El balance del año, hasta ese momento, ascendía a 5.303 personas y, tan sólo en el último mes, el número de llegadas a Canarias ha superado claramente esa cifra, alcanzando hasta el momento esas casi 18.000 personas en un flujo que no cesa y que no se va a detener.

Pero 2020 es además el año de la COVID-19. El año de la pandemia y de la semiparalización de las economías mundiales y, en lo que nos ocupa, de la española y en particular la canaria. El índice de paro en las islas se ha multiplicado, multitud de pequeñas y medianas empresas han cerrado, el paro juvenil supera el 65% y más del 35% de la población canaria vive en índice de pobreza y, desgraciadamente, la politización de la cuestión migratoria no ha hecho sino incrementarse, en un contexto, europeo y mundial, que apunta a una radicalización fascista y xenófoba de una población en su mayoría ignorante de la que depende la supervivencia de los gobiernos elegidos en las urnas. Desde este punto de vista, la actitud de los políticos más moderados y/o supuestamente progresistas, cualidades de las que presume el actual gobierno español, es en el mejor de los casos tibia si no abiertamente represiva y conculcadora de los derechos más elementales del emigrante y del refugiado. Los medios de comunicación generalistas, propiedad de los sectores más inmovilistas y reaccionarios de la población, tanto española como europea, tampoco ayudan, utilizando adjetivos en sus textos y comunicaciones que sólo abonan la inquietud y hasta el miedo de una población demasiado golpeada por esta crisis cuando aún no se había recuperado de la anterior, la crisis financiera del año 2008.

En este contexto, hace apenas unos días, el 18 de noviembre de 2020, 1.300 inmigrantes africanos (poco después han llegado a ser más de 2.000), permanecían hacinados en 400 m2 del muelle de Arguineguín en la isla de Gran Canaria, en lo que se ha denominado “el campamento de la vergüenza”, donde muchos de ellos llevaban largos días durmiendo a la intemperie y sin poder siquiera lavarse y cambiarse de ropa. 

Tras el paso por ese muelle del ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, viajó a Marruecos para acordar con su homólogo un endurecimiento de las medidas represivas sobre la emigración, incluyendo en el precio -no me cabe ninguna duda- y como moneda de cambio, al maltratado y olvidado pueblo saharaui. Un ministro que a punto estuvo de serlo de la derecha más rancia de este país, y tras sus falsas declaraciones de que ningún emigrante pasaba más de 72 horas en esas condiciones infames (algunos llevan 25 días), 227 de ellos, en su mayoría magrebíes, fueron sacados por la policía de ese muelle de la vergüenza, trasladados en tres autobuses fletados por la alcaldesa de Mogán (zona turística de la isla de Gran Canaria) y abandonados a su suerte, sin comida, bebida ni dinero, en una plaza de la capital grancanaria situada frente a la delegación del gobierno central. Sin apoyo de ninguna administración, estos emigrantes fueron atendidos por la solidaridad de algunos vecinos que se acercaron a repartir comida y bebida.

El escándalo nacional, bien instrumentalizado, ha sido mayúsculo. Las distintas administraciones, en un ejercicio de hipocresía y cinismo, se tiran los trastos a la cabeza, mientras otros, políticos, de esos que huelen la sangre, suman a la emigración entre sus armas para intentar, de cualquier forma, todo vale, socavar y, si es posible, tumbar a un gobierno de la nación que se autodenomina como el más progresista de la historia y que, sin que se le caigan los anillos, ya habla, por boca de su ministro de Migraciones, de que el 90% de los emigrantes que han alcanzado nuestras costas son “retornables, expulsables”, y que no entran dentro de lo que nuestra modélica legislación considera susceptibles de asilo y, yo añadiría, siquiera de consideración.

No se permite a los periodistas sacar fotografías de las deplorables condiciones en las que se encuentran estos inmigrantes. No se permite a los emigrantes salir de Canarias con destino al continente europeo (Bruselas dixit) y empiezan de nuevo las repatriaciones, las llamadas devoluciones en caliente sin que se facilite a los abogados ejercer su labor de defensa e información al emigrante.

Y en medio de todo esto, una sociedad canaria cada vez más polarizada. Sectores xenófobos y abiertamente racistas convocan a manifestarse contra el emigrante y, por primera vez en la historia reciente de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, ciudad portuaria abierta al mundo y tradicionalmente acogedora, aparecen pintadas en algunas de sus calles pidiendo, literalmente, la expulsión del negro. Los partidos abiertamente fascistas hacen de esta situación de debilidad y abatimiento de una parte de la población, ignorante y miedosa, un caladero donde expandirse. Y, sin embargo, hay también motivos para la esperanza, porque otro sector importante de la población canaria, convoca a manifestaciones y caravanas de coches, claramente solidarias, que recorren la ciudad o parte de la isla, reclamando el apoyo a la población emigrante.

Mientras tanto, en un caos sin parangón entre las administraciones, gobiernos de todo signo, municipales, autonómicos o central, manifiestan su incompetencia, se reprochan mutuamente su incapacidad, y dilatan, de esta forma, indefinidamente, tanto la horrible situación de los emigrantes como la inquietud, o tal vez el pánico, de parte de la población canaria.

Tras el paso de algunos de estos emigrantes por hoteles y otros establecimientos turísticos, vacíos debido a la crisis provocada por la COVID-19, se les ingresa de nuevo en los CIE’s (Centros de Internamiento de Extranjeros); polémicos antros de retención carcelaria que ya habían sido cerrados por sus malas condiciones y su más que discutible legalidad, así como empiezan a rehabilitarse antiguos cuarteles con el fin de retener a la población migrante mientras se tramita, sin garantía alguna, su repatriación. Estos campamentos, con visos de permanencia y sin las mínimas condiciones de habitabilidad, pronto se quedarán pequeños y convertirán a estas islas en auténticas cárceles de inmigrantes retenidos por Europa, en línea con lo que han sido y son otros campamentos dignos de la historia universal de la infamia como Lampedusa en Italia o Moria en Grecia.

El discurso oficial y el oficioso, en una comunidad como la canaria que ha venido recibiendo, hasta el cierre que ha impuesto la pandemia, entre 10 y 15 millones de turistas al año, es el de que no hay sitio para los miles de emigrantes que llegan, que no son responsabilidad nuestra o, si lo son, han de serlo repartidos con el resto del Estado y con una Unión Europea a la que, como sabemos, no le duelen los ahogados en sus mares circundantes.

Tanta insensibilidad hizo decir, hace ya unos años, al periodista canario, radicado en Dakar, José Naranjo: “Ahí, en nuestra cabeza, es donde tratan de inocular la idea más perniciosa de todas, la de que existe realmente un ellos y un nosotros, la de unos derechos diferentes según sea el origen o el color de la piel. Ese es el precio a pagar por la civilización, dicen los bárbaros. Y así vamos por el mundo, con esas fronteras invisibles incrustadas en el cerebelo que nos impiden ver qué pasa más allá y, sin embargo, seguimos dictando, sin vergüenza alguna, lecciones de buen vivir”.

Nada nuevo bajo el sol de esta Europa insolidaria y criminal que hace ya demasiado tiempo ha abandonado los principios de los que algún día ya lejano presumió y dejó escritos en letras de oro y que han resultado, al fin y al cabo y al precio de mucho sufrimiento, papel mojado en donde se ahogan, entre la indiferencia y el desprecio, los sin papeles del mundo. Mares y desiertos se convierten de esta forma en cementerios donde yacen una Europa senil, cobarde y caduca junto a unos gobiernos africanos irresponsables y cómplices.

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