La ciencia económica y las madres

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Con excesiva frecuencia, dada la falacia que esconde, se oye decir a políticos, a opinadores sociales y al público en general que para gestionar la economía basta con seguir la conducta de nuestras madres en la administración de sus casas y, por tanto, obviar a la ciencia económica. De hecho, Aristóteles en su Política ya definía la economía precisamente como la administración de la casa (oikos: casa; y nomos: ley). Pero definir economía como administración doméstica no tiene nada que ver con la administración del sistema económico, sea este el que sea: imperialismo, esclavismo, feudalismo, mercantilismo, capitalismo, anarquismo o capitalismo, por referirnos a aquellos que han conformado lo que denominamos Occidente. No saber distinguir los dos planos de análisis: por un lado, las familias y, por el otro, el sistema económico como un todo, no deja de ser un comportamiento típico: frente a la razón, los eslóganes triviales e irracionales denunciados por Erasmo en su Elogio a la estupidez. Hace un tiempo que vivimos un cierto infantilismo del mundo, contrario a la Ilustración como mayoría de edad del hombre y de la mujer de la que hablaba Kant, donde la razón (libertad y ciencia) desplazaban la suspicacia, la irracionalidad y la superstición (religión). 

Como explican Carlo Cipolla y Charles Tilly, el desarrollo de la ciencia económica lo hace cosido al propio desarrollo del sistema económico de mercado (capitalista) que surgió en Europa en el siglo XII con el florecimiento de las ciudades y sus ferias. Éste desarrollo lo propició la alianza de burgueses con las monarquías constructoras del Estado nacional frente a los poderes feudales; luego este modelo de capital y espada se mundializó con distintas trayectorias nacionales; el propio Montesquieu, en la tercera parte de su Espíritu de la Leyes señala que realidades como el clima de un país, entre otros, han condicionado las trayectorias de desarrollo de los países. 

El entender el funcionamiento del sistema económico de mercado, como paso previo para intervenir y corregir los “fallos del mercado” se debe al esfuerzo intelectual de nombres como Azpilcueta y Francisco de Vitoria (Escuela de Salamanca, s. XV y XVI), Bernard de Mandeville (La fábula de las abejas, 1714) y tantos otros como Quesnay. Pero existe cierto consenso, propio de la dominación anglosajona desde el siglo XVI, de que Una Investigación sobre las Causas de la Riqueza de Naciones de Adam Smith es el texto que crea una nueva ciencia social en el siglo XVIII: la economía política. Como señalaba Ronald Coase en el discurso de la entrega del premio Nobel de economía, la principal actividad de los 1 economistas ha sido cubrir los vacíos del sistema de Adam Smith, corregir sus errores y hacer sus análisis mucho más exactos. Aunque personalmente creo que el verdadero creador de nuestra disciplina fue su gran amigo, “el infiel” David Hume, quien fue despreciado por la pacata y rigorista sociedad escocesa de su tiempo, dada su repulsa de toda religión; Adamás, el catedrático universitario de Glasgow, era más moderado y, por tanto, admitido por los poderes del siglo XVIII. Los escritos de Hume fueron vilipendiados e, incluso, censurados. Su teoría monetaria, su clara exposición del mecanismo de flujo metálico-dinero que equilibra la balanza de pagos nacionales y los niveles de precios internacionales sigue siendo un constructo teórico maravilloso para explicar la realidad económica internacional. ¿Puede, en serio, compararse esta aportación sobre cómo se forman los precios relativos internacionales de las mercancías con el esfuerzo de una madre para cuadrar las cuentas con el objetivo llegar a final de mes? 

La ciencia económica desde su origen ha centrado su análisis en las reglas que conforman el sistema de mercado, para entender el resultado del mismo, en términos de producción (PIB) y de distribución (el reparto entre capital y trabajo); es decir, el crecimiento de la producción nacional y la desigualdad en el reparto han sido los dos grandes problemas económicos desde David Ricardo y J. Stuart Mill. 

Los propios economistas clásicos, (así los llamó Keynes), entendieron que la economía como ciencia social estaría impregnada de aspectos ideológicos y políticos, por eso denominaron a la nueva ciencia: Economía Política. Y aunque desde principios del siglo XX ha habido intentos por soltar el lastre del elemento “contaminante” de la política, como los protagonizados por economistas relevantes como Milton Friedman y Lionel Robbins, el elemento ideológico permanece inexorable, tal como queda patente en la reciente obra de Piketty, con el esclarecedor título de Capital e Ideología. Por ello, en nuestro trabajo es imprescindible, como sostenía Frank Knight que el principio básico de los que hacen ciencia económica debe ser el principio moral de la verdad. Cuando hacemos proposiciones, para que éstas sean científicas, debemos investigar y buscar los datos de la realidad que nos desautoricen. Repito: que nos desautoricen. Esconderse en construcciones matemáticas o solo presentar los datos que nos dan la razón es eludir nuestra responsabilidad científica, como nos explicó quizás el economista más grande desde Adam Smith: la inigualable Joan Robinson.

No cabe duda de que el objetivo último de ese esfuerzo intelectual de la ciencia económica es mejorar el bienestar del ser humano. En términos de José Luis Sampedro, es entender el porqué hay pobres. Por qué muchas personas no pueden acceder a funcionamientos básicos (Amartya Sen): como estar bien alimentado, tener un cobijo amable (en superficie, en aislamiento de fenómenos naturales adversos, en dotaciones imprescindibles); poder formar una familia; sentirse útil socialmente; acceder a los sistemas sanitarios y de educación; no avergonzarse; disfrutar haciendo y usando la cultura; poder acceder a los cargos y dignidades de empleos y cargos públicos; ser libre para decidir su plan vida y estar exento de coacción, etc. 

La posibilidad real de que las personas tengan acceso a los funcionamientos de Amartya Sen se llama estado del Bienestar y este tardó muchísimo en llegar, de ahí las protestas y el empuje permanente de marxistas, socialistas, anarquistas y utópicos para hacer realidad los derechos políticos, sociales y económicos. Pero el estado embrionario benevolente o de rostro humano no arrancó con Bismarck, como la propaganda nos dice, sino como explica Palier en El Régimen de Bienestar continental: de un Sistema Congelado a las reformas Estructurales, el Estado no creó los mecanismos de aseguramiento social, sino que fueron los propios trabajadores quienes lograron organizarse (embriones de los sindicatos) para dotarse de mecanismos de solidaridad ante los riesgos de caer en la pobreza por enfermedad, vejez o accidente. De hecho, añade Palier, cuando Bismarck, después de aprobar las leyes de enfermedad, accidente, vejez e invalidez, quiso volver a reforzar el papel del Estado en la gestión y financiación de los entes de aseguramiento, encontró la resistencia de las organizaciones sociales alemanas, al igual que ocurrió en Francia. La trayectoria española fue similar a la alemana, desde las primigenias leyes de Accidente de Trabajo de 1900 y la del Retiro Obrero de 1919. No fue el régimen miserable y asesino del general Franco quien creó la Seguridad Social. 

Los intereses de los grupos sociales (lobis) entran en el análisis, pues la realidad económica, las reglas sociales que fijan los derechos de propiedad, los salarios, etc. ha sido construida por la lucha de poder entre los mismos. No entenderíamos la legislación laboral sin la influencia de la patronal en el Partido Popular y la desacreditación de los sindicatos –a veces justa para desgracia de trabajadores y trabajadoras. Esto no significa que al Partido Popular le moviesen intereses espurios, pues posiblemente creyesen honradamente que era la mejor manera de superar la crisis de 2008. Pero los grupos de intereses siempre están condicionando las reglas de juego y el economista debe tenerlos en cuenta y no contaminarse. Así, si a través de altos salarios y tributos más progresivos se demuestra que un reparto más equitativo del PIB entre capitalistas y trabajadores hace que el bienestar social mejore en todas los funcionamientos (en sentido de Sen) y la economía crezca con mayor robustez, la reacción de los privilegiados será desacreditar la evidencia científica. Afortunadamente, como dice Stigler (1963:92 Intellectual and the Market Place): “He visto gente tonta -tanto en cargos públicos como de empresas privadas- intentado comprar opiniones, pero no he visto ni he sospechado siquiera de ningún caso en el que un economista importante vendiera sus convicciones profesionales”. No podemos considerar economista importante a aquel cuyo sueldo depende del sentido de sus opiniones. 

La ciencia económica, esa ciencia denominada lúgubre por no prometer la utopía de Tomás Moro, desde sus anales ha tenido que soportar las burlas de los legos por su supuesta inoperancia para prevenir las crisis. Eso es como acusar a un médico de no acertar cuándo un fumador, al que insistentemente el facultativo trataba de persuadir para que dejase de fumar, desarrollaría una dolencia pulmonar crónica. Los grandes economistas advierten siempre con mucha antelación de los peligros de determinadas trayectorias, pero cuando la “fiesta” está en su apogeo nadie quiere oír al agorero y los grupos más beneficiados tratarán de ridiculizarlo. Pero una vez la crisis se hace patente, el instrumental teórico de los economistas (no el de las madres o cuñados) será la herramienta clave para recuperarse. ¿Qué si no fue dicha herramienta la que permitió al académico Ben Bernake solventar la crisis de 2008 en EEUU desde la Reserva Federal y con el apoyo incondicional del inteligente Obama? El modelo de Keynes y Hicks inspiró el crecimiento prolongado de 1945 a 1973. Nunca tantos debieron a tan pocos teóricos del funcionamiento del sistema económico. Una buena política económica salva vidas, patrimonios y evita enfermedades mentales, como las políticas expansivas fiscales y monetarias en EEUU. Un mala política mata (suicidios y enfermedades mentales) y afecta negativamente al bienestar de los menos favorecidos (austeridad y rigorismo moral luterano en la Unión Europea). Lo importante es elegir bien a los facultativos, economistas, y que el político y los prejuicios no entorpezcan. 

Mamá, te queríamos tanto y era sorprendente tu talento no desarrollado al robarte tus ganas de saber, al obligarte a trabajar de muy niña; cosas de la guerra injusta de fascistas y la concomitante penuria de los pobres en los años cuarenta y cincuenta, unida a la deleznable discriminación de género. Desgraciadamente se perdió a una gran economista, dada la enorme curiosidad y profundidad con que me preguntabas sobre mi campo de estudio.

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