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La gestión de la desconfianza
Ya casi no queda más que eso: gestionar la desconfianza de un país hacia sus partidos mayoritarios y muchas de sus instituciones más representativas. Zygmunt Bauman en su libro “Esto no es un diario”, editado por Paidós, habla del retroceso de la confianza y el florecimiento de la arrogancia y señala que Dominique Schnapper planteó como axioma que ni las prácticas de la vida económica ni la legitimidad de la política, “ni por consiguiente el orden social, por así llamarlo, pueden mantenerse sin un mínimo de confianza entre las personas y sin la confianza en las instituciones”. Desgraciadamente todas las encuestas y los barómetros que indagan en el grado de credibilidad que despiertan los políticos y los partidos políticos en España son rotundos a la hora de significar su cuestionamiento por parte de la ciudadanía. El recelo se ha apoderado de la sociedad civil, que se abraza desesperada a la búsqueda de alternativas. Quizás porque como manifiesta el sociólogo Carlos Guzmán Böckler, “la desconfianza es el último sentido de racionalidad que nos queda”.
El descreimiento se ha enraizado en la gente, abonado por décadas de gobierno de un bipartidismo que no ha sido capaz de administrar democráticamente todo el poder que acumuló después de la transición. Se acomodó en la alternancia, destruyó todos los elementos que garantizaban el control y la separación de poderes, fue incapaz de mantener los servicios universales garantistas de la equidad y la igualdad, permitió que la corrupción se enquistara en las entrañas del sistema, aceptó que las élites económicas sustituyeran al Estado y hoy improvisa medidas a la desesperada en un intento, de resultado impredecible, de buscar su salvación.
Vivimos un momento que despierta grandes dudas sobre el futuro de la democracia. Los partidos mayoritarios, lejos de plantearse una profunda catarsis regeneracionista, se apostan en un reformismo inane que no provoca sino más rabia y más desencanto. La prueba más reciente de ello está en el último debate parlamentario sobre la corrupción. En vez de asumir las culpas, de aventar las alfombras con dimisiones y propuestas rotundas y valientes, de reconocer que la corrupción no se debe a actuaciones aisladas, Mariano Rajoy volvió a poner apenas unos ligeros apósitos a unas heridas que sangran a borbotones. Ni el PP ni el PSOE aportaron alternativas reales a un problema que amenaza con dar una sacudida al sistema imperante. Ninguna de las dos fuerzas políticas mayoritarias plantearon que para acabar con la corrupción estructural se hace necesaria la independencia de la Justicia y la soberanía de los órganos de control de las instituciones. Han tenido toda la mayoría absoluta que se precisa para democratizar la democracia, pero es ahora, a última hora, y deprisa y corriendo, cuando se aventuran a parchear el problema. Como señala Bauman, “poco puede hacerse para reparar esa situación mientras la idea de la responsabilidad de los gobernantes electos ante sus electores no pase del ámbito de la responsabilidad política al de las conductas penalmente punibles”. Pero el bipartidismo va más allá y dado que la ciudadanía ha decidido acabar con la alternancia que nos ha llevado a la frustración, ya empieza a anunciar, de manera más o menos velada, con desmentidos incluidos, sin que parezca darse cuenta del momento que vive la democracia, que no les va a quedar más remedio que unirse la próxima legislatura y propiciar un gran pacto, al estilo alemán. Como afirma Adela Cortina (Para que sirve realmente la ética. Ed, Paidós), “el hecho de que los partidos en el gobierno dispongan de cuatro años para desarrollar sus programas y de que en realidad no persigan durante ese tiempo sino ganar de nuevo las elecciones, desplaza ”ad calendas graecas“ las reformas estructurales”.
Instalados en la rutina y en la comodidad que les confiere creerse seguros y protegidos por la estructura que han ido construyendo en los últimos años, los partidos políticos mayoritarios nos siguen vendiendo consignas electoralistas en vez de propuestas serias y rigurosas que nos lleven a un cambio de modelo. No parecen percibir que una gran parte de la ciudadanía ya no se conforma con seguir aceptando la supervivencia en precario a la que nos aboga este naufragio colectivo. Que ya no acepta el mismo cuento de siempre y que, como apunta el último barómetro del CIS, ya no los considera capaces de resolver las crisis que estamos padeciendo. No parecen darse cuenta de que, desde el año 2006 hasta ahora, la caída de la confianza en la política convencional es abismal. Según Adela Cortina, la crisis ha dejado en los ciudadanos una sensación de desconfianza, de que han fallado en la vida pública valores como la transparencia, la responsabilidad, la sana costumbre de rendir cuentas, los mecanismos de control de la economía y la política, la buena administración de los recursos públicos, la preocupación por los peor situados... La sociedad ya no cree en la mayoría de los partidos políticos, ni en los sindicatos, ni en las instituciones, ni en los medios de comunicación...The Economist afirma que si bien la crisis es un factor determinante para la inestabilidad política y social, el descenso de los salarios y el aumento del paro no siempre crean conflictividad social, salvo cuando vienen acompañados de otros elementos como la desigualdad de ingresos, malos gobiernos y, fundamentalmente, “la erosión de la confianza en los gobiernos y en las instituciones”.
Para las profesoras de la Universidad Complutense de Madrid, Canel y García Molero (Comunicar gobiernos fiables. Análisis de la confianza como valor intangible del Gobierno de España), “la desconfianza y escepticismo hacia el gobierno tiene importantes implicaciones: cuando el ciudadano cree que el gobierno no le ayuda y que además usa el poder en su contra, se siente ignorado e incomprendido y, en consecuencia, se decepciona de la vida pública y deja de implicarse en ella. La desconfianza, en suma, reduce el ”capital social“, las relaciones de apoyo mutuo que necesitan los miembros de una comunidad para afrontar comunes objetivos económicos, sociales y políticos”. En cambio, cuando existe confianza es más fácil tomar decisiones, comprometer recursos públicos, alcanzar objetivos sociales y asegurar el cumplimiento de los ciudadanos sin coerción. Lo que si dejan claro es que cada vez más a los ciudadanos les importan menos los partidos con los que se comprometieron y más los hechos reales de su gestión. Se fían más de los proyectos que de las siglas.
Pero no todo es negativo. La doctora en Ciencia Política, Noemí Bergantiños, apunta que la desconfianza política puede ser creativa y entonces no debilita la democracia sino que la fortalece ya que activa las potencialidades “para resistir y desafiar a aquellos hechos que generan la desconfianza desde posiciones de responsabilidad proactiva”. Como apunta Bauman todo pasa porque no nos rindamos y que nos dejemos “abrazar por el universo de las obligaciones morales” para plantar cara a los que nos roban la democracia.
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