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Iconoclastia

La muerte tenía un precio

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Cada día muere mucha gente en el mundo pero somos indolentes ante esos sucesos. Unos ciento cincuenta mil muertos diarios. Solo prestamos atención a los muertos que son mínimamente mediáticos como los de la guerra en Ucrania pero tampoco les hacemos mucho caso.

Hay muchas más guerras en el mundo actualmente y la mayoría empezó antes que la que se desarrolla en territorio europeo pero los medios las han olvidado y nos importan un rábano. 

Ahora se ha muerto la reina de Inglaterra y las televisiones nos tienen bombardeados con la noticia. No sólo las televisiones, también las emisoras de radio y los periódicos. Hasta la pizpireta y surrealista presidenta de la Comunidad de Madrid decretó tres días de luto oficial ante la estupefacción de casi todos, incluidos muchos de los suyos. 

Gracias a este óbito nos hemos enterado de que el nuevo rey utiliza varias personas para vestirse cada día, que exige a su personal que le planche el pijama por las mañanas, que se lleva a la cama y el retrete cuando viaja, que los lacayos le recogen la pluma cuando se le cae al suelo, que le ponen la pasta de dientes en su cepillo y que usa papel higiénico de terciopelo. 

Menos mal que la aburrida muerte de una monarca sirve para revelarnos las excentricidades palaciegas de su hijo. Así y todo muchísimas miles de personas hacen colas de hasta 13 horas para visitar el féretro de la soberana. Soberana estupidez.

Oficialmente los medios de comunicación le dedican un espacio y un tiempo exagerados a la muerte de Isabel II mientras las redes sociales hacen un papel contrario para contrarrestar tanto boato y adulación, mofándose de Isabel II y su peculiar familia a base de múltiples e ingeniosos memes. Seguramente es un papel higiénico más higiénico que el higiénico. 

La línea oficial de los medios de comunicación solo sirve en estos casos para aglutinar a mucha gente ante un acontecimiento determinado, aunque eso no significa que los ciudadanos (o los súbditos, en este caso) estén muy interesados en él. Cualquier fulano anónimo se siente importante ese día por verle de cerca la cara a la muerta, igual que hicieron miles de españoles con la capilla ardiente de Franco. 

De todas formas, pudiera pensarse lo contrario cuando uno ve a miles de personas esperar varias horas para acercarse al féretro. Es algo que muchos de ellos no harían ni siquiera por un fallecido cercano pero creen que actuando así entran y participan en un cuento de reyes, príncipes y princesas convertido en un circo real o un real circo. Se sienten personajes dignos de la revista Hola. 

No sé qué tiene el ser humano en el cerebro que le lleva a sentirse muy triste y desolado por la muerte de una persona con la que no ha coincidido en su vida ni se ha cruzado media palabra mientras que se muestra ajeno al dolor cercano por la muerte del vecino o del mendigo de la esquina.

Parece increíble pero hay mucha gente que llora la muerte de una persona que vivió casi un siglo de una manera cómoda y privilegiada, sin faltarle de nada y rodeada de riqueza y tiralevitas, mientras que es incapaz de soltar una sola lágrima por el indigente que veía pidiendo limosna todos los días en la puerta del supermercado. Los humanos somos un poco raros. 

Todavía nos quedan varios días hasta el lunes en el que la reina británica será definitivamente enterrada junto a su marido y su padre. Ese día descansará en paz ella definitivamente y nosotros también un poco por tanto agobio mediático. Menuda pesadez. 

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