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Silencio obligado

José H. Chela / José H. Chela

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El caso es que he vivido una existencia distinta durante estas jornadas y me las he visto y deseado para desenvolverme en la simple actividad cotidiana. Basta que te priven de la voz para que todo se complique (imagino ahora mejor lo que será quedarse de pronto sin vista, sin oído o sin movilidad). Parece que todo puede decirse por señas, pero no es tan sencillo ni siquiera para quien, como un servidor, hizo sus pinitos de mimo en los ya lejanos tiempos de teatrero. El mimo está bien en un escenario, pero póngase usted a practicarlo en la cola de un banco o en frente al mostrador del puesto de un mercado público. Montará un espectáculo –eso sí- , pero probablemente no conseguirá que entiendan lo que pretende. Los amigos, con los que también me he relacionado gracias aun bloc y un bolígrafo, insistían en que por medio de señas, gestos y muecas se puede hacer entender a los demás cualquier cosa. Y eso me recordaba- aunque no pudiera contárselo a ellos- la célebre anécdota del cómico de variedades, Ricardo Zamacois, muy famoso en la segunda mitad del XIX. Estaba el artista en el despacho de un empresario teatral que recibió la visita de un bailarín francés empeñado en que con la danza se podía expresar no sólo cualquier sentimiento o emoción, sino que el baile podía, perfectamente, sustituir el texto, a la palabra. Estaba el galo un poco pelma y Zamacois terció para acabar con la visita: -¿De modo –dijo- que usted puede decir lo que sea bailando?... Pues hágame el favor de bailarme que mi primo el de Albacete llega a la ciudad en el tren de las tres y veinte.No hay manera, claro. Pues, en mi caso, lo mismo. De modo y manera que he sido, por así decirlo, y durante los ya mentados diez días últimos, un discapacitado coyuntural. Y en vista de lo canutas que lo he pasado, se me ocurre que debería ser obligatorio para los políticos que aspiran a gobernar una ciudad, una isla o una comunidad que pasaran una temporada sin alegar, o con los oídos herméticamente cerrados, o con una venda en los ojos o sin bajarse de una silla de ruedas. Así, viviendo esas experiencias en carne propia, quizás prestasen mayor atención a las políticas específicas dedicadas a los ciudadanos que padecen alguna de esas minusvalías, empezando por eso tan sencillo de arreglar que son las barreras arquitectónicas. Bueno. Y, volviendo a lo mío: ahora, por lo visto tengo que aprender a hablar de nuevo. Una experiencia chocante, pero de la que sin duda podré extraer alguna enseñanza. Me sentiré como un parlamentario al que le obligan a reconsiderar el buen uso de su instrumento de trabajo.

José H. Chela

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