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El síndrome

José H. Chela / José H. Chela

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Tal vez, sí. Pero, los archivos de mi ordenata confirman mi sospecha. Si no he tratado el asunto habrá sido por una simple razón: me parece una bobería. A nadie, salvo que le apasione su trabajo, le gusta abandonar el dolce far niente para retornar a las obligaciones cotidianas. Menos cuando las obligaciones cotidianas no son vocacionales, sino tareas insulsas, impuestas e indeseadas. Buena parte de la felicidad posible en una sociedad tan desquiciada como la nuestra estriba en poder trabajar en lo que al individuo le agrada verdaderamente. El porcentaje de ciudadanos que pueden presumir de haber alcanzado ese trascendentalísimo objetivo es lamentablemente irrisorio.De modo que admitámoslo: a nadie le agrada volver a la actividad habitual después de un mes en el monte o en la playa, lejos del entorno y las preocupaciones que nos constriñen durante el resto del año. Eso, se supone, ha pasado siempre, aunque la prensa de antaño no publicase semejantes informes. Seguramente, porque tan simplonas conclusiones se daban por supuestas.No obstante, conviene no presuponer tan alegremente y extraer conclusiones precipitadas. Todo lo dicho hasta ahora se puede ir sociológicamente a la porra si nos ponemos críticos y analíticos, para lo cual sólo hace falta detenerse a pensar. Los trabajadores españoles que declaran sentirse deprimidos por la vuelta al trabajo después de las vacaciones son un 46 por ciento del total. Ojo. Eso quiere decir, aunque el estudio elaborado por la empresa Alta Gestión no lo diga, que un 54 por ciento de los trabajadores regresan a sus puestos sin sufrir trauma alguno por ello o, a lo mejor, hasta encantados que reencontrarse, por fin, con la tranquilidad de su escenario laboral de toda la vida, después de haber sufrido las molestias y agobios propios de los destinos turísticos masificados. Volver al hogar puede ser una delicia si se piensa en la birria de apartotel, ruidoso y estrecho, donde uno se alojó, y tomar la caña en la cafetería de la esquina produce una inenarrable sensación de bienestar si se recuerdan los espantosos chiringuitos de playa donde nos cobraban un riñón por una birra caliente y una tapa de salmonella con ensaladilla. Al margen de esa contradicción estadística sobre la que sería preciso profundizar, existe una fórmula infalible para no padecer el síndrome dichoso: no tomar vacaciones, que es lo que hace un servidor y no se queja ni un fisco.

José H. Chela

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