Un rescate bibliotecario: nyph como ejemplo
Entre mis manos, un anciano libro yace. Pongamos que hace catorce años que un profesor lo depositó en ellas, que me hizo partícipe de su devoción por él; una afición quizás más bibliófila que literaria. Digamos que se trata del profesor Cabrera Perera. Agradezcámoselo ahora. Es más, dediquémosle este pequeño libro. Se lo merece. Queden, pues, estas páginas como particular muestra de afecto y gratitud hacia él. Prosigamos. Miro nuevamente el libro. Es más pequeño que nuestro cotidiano A5. Es una novela pastoril. Se publicó en 1587. El papel huele a muchos años en los anaqueles, muchísimos. Quizás muchos más que lectores ha tenido. Leo el título que lo identifica. Alguien lo escribió. Leo su nombre. Leo otros datos: «Estudiante en la insigne Universidad de Salamanca». Alguien recibió el honor de su dedicatoria. ¿Honor? No lo sé. Formaba parte del Consejo Real de la época. Leo su nombre. El impresor ha puesto un sello propio en la portada. Un jarrón. No está mal. Es bonito. Queda bien. El libro cuenta con un documento administrativo exigible. La portada lo indica. Interesante. Moraban en Alcalá de Henares los operarios que lo fabricaron. No me lo invento. La portada lo dice. Mejor dicho: se deduce de la portada. Alguien los dirigió en su trabajo. Leo su nombre. Alguien pagó a este director, el impresor, su trabajo. Leo también su nombre. Era un mercader de libros. Me detengo. Echo una mirada general y continúo. Traspaso el umbral de la portada. Aparece el documento administrativo reseñado. Lo firma un tal Juan Vázquez. ¿Quién fue este señor? Luego, en el folio A3, el autor plasma la dedicatoria. Buena estrategia; sí, señor. Que el homenajeado (¿homenajeado?) vea enseguida el textito de marras. Sigo hojeando. Tres sonetos, tres autores. ¿Quiénes fueron? Uno sin nombre, otro con el “don” ante su nombre y un tercero. Bien, seguimos. Ahora el prólogo. Entre las líneas once y doce, el conflicto: «natural de las nombradas islas de Canaria». Luego, el silencio, el vacío, la nada. Aquí desaparece Bernardo González de Bobadilla y sus Ninfas y pastores de Henares. Nadie las ha reclamado para sí ni se ha molestado en saber quién fue su autor más allá de los límites constreñidos de unas páginas que no han satisfecho muchas horas de ocio.