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Graves preguntas para después de un incendio

Luis León Barreto

Con puntualidad veraniega, los fuegos se desatan. Las islas se han visto sacudidas por incendios muy graves en la última década. En 2007, un trabajador forestal despedido hizo que como venganza ardieran 20.000 hectáreas en Gran Canaria y, en 2012, se quemaron 4.100 en La Gomera, con el 25% del Parque Nacional de Garajonay afectado, pero desde hace 32 años no había una muerte, como ha sucedido este año en La Palma. El peor suceso fue en 1984, cuando un cambio de viento se cobró la vida de 20 personas en La Gomera, entre ellas, la del gobernador civil tinerfeño, Francisco Javier Afonso. La Palma llevaba tres veranos consecutivos sin grandes incendios, pero en los últimos siete años ha sido víctima de tres grandes devastaciones. De entrada, cabe deducir que las labores de prevención están fallando gravemente. Los montes están repletos de matorrales resecos, de pinocha que ya nadie puede recoger. La legislación actual –la estatal, la regional, la de los Cabildos– impide que los vecinos actúen cuando se produce un conato, pero por fortuna algunos conatos siguen siendo controlados por los vecinos que no tienen intención en poner en marcha la maquinaria habitual, la complicada parafernalia que ahora exigen los protocolos de actuación. Antes de que existiera tanta tecnificación en la lucha contra el fuego, los incendios los apagaban los vecinos y los resultados no eran peores que actualmente.

Los montes se han quedado sin pastores y sin agricultores, los pinares están repletos de rastrojos secos, altamente incendiarios. No se deja recoger la pinocha, que cuando yo era chico era aprovechada en los almacenes de empaquetado de plátanos. Con tanto protocolo y tantísima burocracia tampoco a los vecinos de Fataga les dejaron apagar aquel fuego del 2007, y así algunos perdieron terrenos, casas, el palmeral, los frutales. En Portugal este verano, con 300 focos provocados por los pirómanos en un mismo día, las autoridades hablaron claramente de terrorismo forestal. En Grecia, en España, en California son muy frecuentes estas devastaciones, que en Madeira originaron muertos y pérdidas de edificios en el casco histórico de Funchal.

Cabe pensar que, en los casos de Canarias, si se producen tantos incendios y tan graves es porque se está actuando mal, porque algo está fallando. El alcalde de Mazo habla ahora de construir depósitos de agua en el monte, establecer cortafuegos, extender la red de tuberías. Se podría pensar que con el dinero que el Cabildo de La Palma puso para el concierto de Julio Iglesias, donde hubo que abrir las puertas para disimular la poca asistencia, se habrían podido construir más depósitos de agua, extender la red, mejorar la prevención. En vez de eso, ha habido que pagar cantidades millonarias a los helicópteros, a las brigadas de extinción. Cada hora de trabajo de un helicóptero antiincendios supone 3.000 euros. ¿Será posible pensar que es “rentable” para alguien dejar que los incendios prendan y devasten los bosques en vez de lograr que los conatos se apaguen cuando solo son conatos?

A raíz de los incendios de Galicia este verano, el diario El Mundo publicó que el precio medio de extinción de un gran incendio ronda los 50.000 euros por hora. Los fuegos de Galicia, en su gran mayoría originados por pirómanos y agentes con intereses inmobiliarios y económicos de diverso tipo, suponen una gran sangría. Aplicando la tarifa por cada hora de trabajo, un agente forestal cuesta 24 euros, una brigada de extinción transportada supone 98 euros, el uso de un avión Air Tractor vale 3.090 euros y un helicóptero Sokol cuesta 2.883 euros la hora. Pagos a técnicos, agentes forestales, brigadas, motobombas, palas, helicópteros y aviones. Un dineral. Y a ello hay que añadir los medios estatales como la Unidad Militar de Emergencias, y las enormes pérdidas derivadas, el daño a las cosechas, a las huertas, a los viñedos, así como el gran deterioro ecológico. Pues la masa forestal retrocede, y en La Palma el fuego ha vuelto a quemar lo que estaba recién quemado, impidiendo la regeneración del bosque. Los gastos de extinción superan en mucho los destinados durante el año a la prevención. Fuentes de las Brigadas de Refuerzo contra Incendios Forestales reconocen que “a lo largo del año prácticamente no realizamos tareas de prevención y no existe un cuerpo específico que limpie los montes”.

¿Por qué no se ataca con mayor diligencia los incendios de las islas, cuando solo están empezando? ¿Por qué no se establecen más cortafuegos, si los vecinos de Mazo señalan que el incendio fue frenado porque tropezó con una vereda pateada por las cabras? Era curioso ver en La Palma helicópteros tomando agua de estanques ilegales, y es lamentable que este último incendio, que costó una vida humana, haya tenido un coste de muchos millones de euros. Las islas son lugar frecuente de incendios porque los veranos son muy secos y los montes no se limpian, y porque resulta inaceptable la gestión que se está haciendo en esta tierra. En la Península se ha llegado a la conclusión de que conviene volver a prácticas agropecuarias ya abandonadas, pues el pastoreo dirigido para realizar la limpieza de los montes de manera natural, como se hacía antiguamente, es muy eficaz. Un pastoreo organizado, con proyectos que impliquen a técnicos y ganaderos, y que sea sostenible económicamente.

En La Palma todo comenzó porque un alemán medio hippy quemó el papel higiénico tras su caca, como hacen los senderistas en su país de origen. Solo que allí los bosques son prietos, hay humedad, no se producen los incendios de nuestra tierra. Y ahora qué tristeza recorrer las carreteras cuando en el aire hay todavía humo y olor a quemado, qué lamentable contemplar la devastación y pensar que el año próximo, o el siguiente, volverá justamente a repetirse cuanto ya hemos vivido tantas veces. Porque los incendios queman el cuerpo del bosque y tuestan su alma. El pinar se consume: los pinos jóvenes mueren porque su corteza todavía no tiene corcho que les proteja; los más viejos se evaporan al arder tea de sus entrañas, y todos pierden vigor. Las islas van perdiendo patrimonio vegetal, fayas, codesos, monte bajo, diversidad botánica. Huyen los pájaros, se carboniza el suelo y la isla se desnuda para quedar indefensa frente a la erosión cuando vengan las lluvias. En el colmo de la desgracia, mueren personas luchando contra las llamas, que no entienden de vidas ni de patrimonios. ¿Y el año que viene más?

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