Otra manera de morir
Cada vez son menos cosas las que nos importan. Cierto. Cuando vas envejeciendo, te vas descargando pesos, lastres, anclas y anzuelos. Pocas cosas te atan o te necesitan. A veces nos desprendemos de objetos, casas, terrenos, papeles, amigos y enemigos. Es una forma de sobrevivir. Cuando te sientas en un lugar agradable y miras alrededor con la complacencia de quien ya lo ha visto casi todo y ahora descubre lo que nunca supo ver; cuando te quedas sentada en ese banco de un parque y miras sin ver, observas sin pensar, te relajas al sol y al aire sin darte cuenta; cuando miras el reloj y la hora ya no te dice nada o le das vueltas en la muñeca como si lo acariciaras o le dijeras que no se preocupe, que nadie te espera ni tú esperas a nadie; cuando te rindes al cansancio y ya no te avergüenza decir “no puedo más”; cuando, en fin, te quedas mirando el mar, los nietos, las hojas de los árboles, las puertas de un armario que ya no abres nunca porque ya no te interesa lo que hay dentro, entonces, precisamente entonces, te das cuenta de lo que importa, lo que verdaderamente importa en tu vida.
Es un momento especial. Es el instante del reconocimiento; de pasar de un lado a otro del camino; de dar el salto a la verdad de uno mismo. Qué quieres, cómo lo quieres, a quiénes o qué cosas deseas de verdad tener a tu lado, permanecer con ellas el tiempo que aún te resta por vivir. Esas y otras cuestiones de menor importancia son las que necesitan tus respuestas. En estos tiempos de terremotos, fuego y aguas desbordadas, uno debe sentarse delante de sí mismo y hacerse las preguntas que corresponden al momento que estamos viviendo. Nada queda por hacer pues ya hiciste lo que deseabas hacer o no lo hiciste y te quedaste parada en medio del camino como en un estado de shock imperfectamente calculado. La vida, entonces, comienza a girar a tu alrededor como si fueras el centro de un montón de planetas y los atrajeras a todos. Abres los brazos y te enfrentas al cielo y los demás no saben si vas a volar, si vas a precipitarte barranco abajo o, sencillamente, intentas respirar como nunca lo habías hecho antes.
Desde lo alto de las montañas que nunca pisaste o recuerdas haber pisado, miras las distintas desventuras que acaban con tu mundo y te preguntas si merecía la pena haber sufrido tanto, haberte disgustado por cosas sin mayor importancia que la que tú les diste. Sonríes y decides marcharte para siempre. Es una forma como otra cualquiera de quitarse la vida: quedarte allí sentada, la mirada perdida en un horizonte imposible, las calles llenas de muertos iguales o parecidos a ti. Nadie podrá hablar de suicidio en tu caso. Tú, simplemente, estás sentada en un banco de cemento frío, el bolso desteñido sobre la falda igualmente desteñida. Hablar de suicidio es incorrecto y poco conveniente según rezan las normativas que establecen las sociedades compuestas por la buena gente de buenas costumbres y buen comportamiento. Y, mientras, tú, poco acostumbrada en tu interior a cumplir orden alguna, sueñas con decirle adiós a esta mierda de mundo, mierda de vida, mierda de los años transcurridos sin haber conseguido la gran mentira de la felicidad adquirida a base de prebendas, dinero, tiempo y espacio.
Y si te queda un mínimo de cordura consideras lo irregular de los acontecimientos y piensas que mejor te hubiera ido si hubieras creído en un paraíso donde puedes marcharte a jugar con los hijos que nunca existieron, los padres que nunca tuviste, los amigos que inventaste para continuar viva. Te recuerdas a ti misma soltando discursos de esperanza y te ríes mucho. Durante horas te ríes y mueves la cabeza de un lado a otro. Los demás que pasan por tu lado solo verán a una pobre viejecilla que se pasa las mañanas hablando sola sentada en un banco dando migas de pan a los pájaros y diciendo todo el rato que no con la cabeza. Y nadie de este mundo puede llegar a imaginar que ya estás muerta hace miles de años.
Elsa López
20 de diciembre de 2021
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