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Paulina

Elsa López

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Hoy es el día de la mujer y yo quiero pronunciar su nombre: Paulina. No son letras ni es una palabra cualquiera. Es una ofrenda a una mujer que es el modelo de tantas y tantas que nadie nombra, que nadie rescata del olvido, que a nadie se le ocurre hacerla visible porque nadie cree que eso sea necesario. Son de esa clase de mujeres que todos vemos a diario, que todos queremos a diario y ninguno considera importante según son los cánones establecidos por una sociedad que progresa arrasando el pasando, destruyendo tradiciones y costumbres que consideran obsoletas y queriendo imponer otros modelos de mujer que esta nueva sociedad considera más progresistas. Pero no es así. No debe ser así. Tenemos que hacerlas visibles también a ellas. Debemos hablar de ellas, de su trabajo diario, de su labor callada y sin recompensa aparente, de sus esfuerzos por seguir viviendo a pesar de los inconvenientes, las pérdidas y la tristeza. Mujeres también invisibles que renunciaron a todo para quedarse en la casa, cuidar de los hijos y mantener encendido el fuego de la vida. Paulina fue una de ellas.

Decir Paulina en la cuesta de El Planto es decir algo más que el nombre brillante y sonoro de una de sus habitantes. Decir Paulina es decir amor, generosidad y entrega. Decir Paulina es decir en voz muy alta la palabra “mujer”. Y por eso quiero hoy pronunciar su nombre, reivindicar el papel que ella representaba para mis ojos de niña y aún siguió representando cuando fui adulta. Esa manera de ser y de estar que a veces dejamos en un segundo lugar y decimos que no es necesaria, que no importa, que es lo que tiene que ser y basta, sin pensar que, sí que es importante, necesaria y vital para sobrevivir en un mundo lleno de mentiras, de falsos conceptos, de morales erróneas, de comportamientos estereotipados.

Paulina era la madre. La que día a día y en silencio, fue manteniendo la casa en pie, la comida a punto, la ropa limpia de todos los que la habitaban. Para muchas generaciones (Paulina ha muerto con 91 años) ella era el símbolo viviente de lo que eran las madres de antes y aún los son muchas mujeres. Era la paciencia, la abnegación, la sonrisa perpetua, la voz baja, las risas en el canapé al caer la tarde cuando se sentaba con otras madres a bordar manteles, zurcir camisas y pañales, cortar enaguas y susurrar melodías. Porque ella cantaba. Le gustaba cantar y reír y hacer burlas amables y escuchar picardías de las antiguas. Ella sonreía para hacernos menos duro el camino diario. Ella era un pedazo de vida asomada a una cuesta de piedras y geranios. Por él te seguían los ojos de Paulina cuando bajabas corriendo. Por él vi bajar aquel cajón de niño recién muerto adornado con flores blancas y el dolor de Paulina acompañándolo. Por él mis pérdidas y nostalgias acompañada por la sonrisa y la tierna mirada de Paulina.

Cada año, cuando llegaba el verano, yo volvía a La Palma. Ella estaba allí, esperándome siempre con el chocolate caliente y espeso y los trozos de pan bien frito. Era una recepción digna de una reina, un ritual abierto a la vida dentro de las paredes donde transcurrió la suya; donde cuidó a sus nueve hijos; donde amó y fue amada por el hombre al que nombraba con la devoción de un único amor. Allí, en ese comedor abierto a la luz y al aire de un corredor de piedras y macetas, recibía a todos aquellos que la necesitaban. Sembró amor y sembró ternuras a raudales. Y cuando su casa se abría para recibirte, se abría a muchas cosas importantes para ti: se abría a las risas alegres de Paulina; se abría al beso cálido de Paulina, al café recién hecho de Paulina. En resumen, a la vida que era ella misma. Entonces fue cuando escribí aquel poema.

Junto a la mesa larga de madera pintada

tazas de chocolate, olores a pan frito,

se sentaba la madre.

Por la ventana abierta entraba la nostalgia,

el olor de los pinos y el viento de otras islas.

 

Era alegre verle cerrar, puntada a puntada,

las heridas de la ropa.

Probar los pucheros y planchar los pañales.

Tender entre la brisa

aquella doble hilera de camisas y enaguas.

Secarse los brazos,

el olor a jabón y lejía barata

y tararear una canción antigua

con el último hijo bailado entre los brazos.

Por la ventana abierta entraba la nostalgia,

el olor de los pinos y el viento de otras islas.

 

(El viento y las adelfas 1973) 

Elsa López

8 de marzo de 2020

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