El partido de fútbol entre jóvenes canarios y africanos que resucitó a todo un barrio

Jóvenes tinerfeños, malienses y senegaleses juegan a fútbol en La Montañeta.

Natalia G. Vargas

Santa Cruz de Tenerife —

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En 35 años, Francisco López nunca había visto su barrio tan vivo. La cancha de fútbol del barrio de La Montañeta, en Los Realejos, resucitó hace un mes, cuando jóvenes de entre 14 y 17 años recién llegados a Tenerife en pateras y cayucos aparecieron con un balón bajo el brazo. Modou* es uno de estos niños. Tiene 14 años y con diez empezó a trabajar en la agricultura en Malí. Tiene claro que su misión en Canarias es ayudar económicamente a su familia, pero por su cabeza también ronda otro sueño: que su nombre se una al grupo de estrellas del deporte que forman Messi, Cristiano Ronaldo, Neymar o Mbappé. Hace siete meses que el pequeño maliense llegó a España, pero estas últimas semanas han sido especiales. Va al instituto y, además, ha conocido a Iago, un vecino de diez años que comienza a llorar cuando piensa en que sus nuevos amigos puedan marcharse algún día. 

Su madre, Janet, también llora. “Me emociono porque todo esto me ilusiona”, cuenta. En su caso, conocer a Modou y al resto de jóvenes migrantes le ha hecho “tragarse sus palabras”. La imagen que tenía del fenómeno migratorio había estado condicionada por bulos y por el discurso del odio. Ahora, la esperanza ha entrado en su casa: “Hay una energía diferente desde que los conocemos. He aprendido a escuchar y a ser más humilde”. Lo único que espera es que otros vecinos de las Islas puedan experimentar el mismo aprendizaje que ella. “Todos tenemos ilusión por un buen futuro. No hay diferencias por colores. La discriminación no cabe”. 

Las diferencias también se esfuman en el terreno de juego. Neftali tiene 21 años y gracias a los menores migrantes ahora está embarcado en la creación de un nuevo equipo de fútbol con sus vecinos. “Una tarde aparecieron y le dieron vida a esto”, cuenta. Al joven tinerfeño le encantaría que sus nuevos compañeros también pudieran formar parte del equipo, pero la falta de documentación es un obstáculo difícil de sortear. Para Neftali y sus amigos, conocerlos les ha ayudado a derribar prejuicios. “Si nos dejáramos llevar por la televisión, no nos acercaríamos”. 

Su relación va más allá del deporte rey. El tinerfeño Maikel recuerda cómo un día, uno de los migrantes llevaba una talla diferente de zapatilla en cada pie. Entre todos, reunieron dinero para comprarle unas deportivas para jugar. En otras ocasiones, comparten galletas o zumos. Algunas familias incluso se plantean acoger a alguno de estos niños. Cualquier necesidad que surja, se resuelve de inmediato. Hace unas semanas, a través de las redes sociales, los vecinos pidieron tres balones y ropa de deporte para las tardes de juego. En cuestión de horas, ya habían recibido incluso más de lo que habían pedido. 

Clases de español por WhatsApp

No hay un solo día en el que los jóvenes no queden para jugar al fútbol. La tarde que Netfali y sus compañeros ultimaban los trámites para la creación del equipo, los menores africanos llegaron más tarde de lo habitual. “Estábamos terminando un torneo de Play Station”, se justifica el educador que los acompaña. Ninguno quería perderse el premio que aguardaba aquella tarde: unas golosinas y refresco. 

En las gradas de la cancha, Andrea y Adriana, de 16 años, también están a la espera. Solo hace una semana que conocen a Modou y compañía, pero desde entonces ya no faltan a su cita en el centro del barrio. Cuando llegan a casa, les enseñan español a través de WhatsApp. Su percepción de la inmigración está libre de rechazo. Ambas recuerdan cómo dos jóvenes senegaleses les dieron una charla en el instituto, pero no caló de la misma forma en todo el alumnado. “En mi clase hay muchas personas racistas. Dicen que nos van a robar el trabajo, pero no piensan que los puestos que acaban ocupando son los que no quiere la gente de aquí”, dice Andrea con contundencia. 

Adama y Alioune*, ambos senegaleses, observan desde la grada más alta el partido que comenzó a jugarse en La Montañeta. La música africana que escuchan desde sus móviles lo inunda todo. En Mbour, el punto de Senegal del que ha partido buena parte de los cayucos que han sobrevivido a la ruta canaria en los últimos meses, también jugaban al fútbol, pero en Tenerife se ha convertido, sobre todo, en una forma de despejar la mente. El instituto es una vía de escape también para Alioune. 

En la portería, Eli no pierde de vista al balón. Tiene 14 años, es maliense y es el que lleva menos tiempo en Canarias. Llegó en una de las últimas embarcaciones que ha recibido la isla este 2021. Vive en Los Realejos desde hace apenas dos semanas y todavía no ha tenido tiempo de aprender algunas palabras en español, pero le sobran maneras de explicar lo que significa para él el fútbol.

Las gradas están cada vez más llenas. Nadie quiere perderse el encuentro. En las calles de alrededor, todos los residentes hablan de lo mismo. “¿Están los chicos jugando arriba? Pues ya subo”, conversan dos vecinos. A las 20.00, los menores deben volver al centro de acogida, y los vecinos esperan con ansia a que llegue el día siguiente para volver a verlos. Todos coinciden: “No ha sido el fútbol lo que ha resucitado a este pueblo, han sido ellos”. 

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