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Tener la casa en pie tras el volcán y no poder volver: ''Los gases son letales, no queda nada vivo''

Carlos Manuel, vecino de La Bombilla que vive en el hotel de Fuencaliente

Natalia G. Vargas

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A las siete y media de la tarde Carlos Manuel ya está en su habitación. En los informativos anuncian que las mascarillas ya no son obligatorias en exteriores y el palmero, al otro lado del teléfono, pone en duda la decisión. “Yo no lo veo claro”. Baja el volumen del televisor que le acompaña día y noche y el silencio le devuelve al 19 de septiembre, cuando el volcán de La Palma entró en erupción. Carlos, vecino de La Bombilla (Los Llanos de Aridane), salió corriendo de la mano de su nieto de ocho años. Después, el camionero de 56 años trató de ayudar a sus vecinos a cargar mesas y sillas. “Eso fue lo peor. Tuve que parar el camión y ponerme a llorar. ¡Qué demonios era eso!”, recuerda. Su casa fue una de las que esquivó la lava. Sin embargo, aún no puede volver. Los gases tóxicos que envuelven la zona se lo impiden. “Son letales. No queda nada vivo. Ni una cucaracha”. 

Carlos llegó el 25 de octubre al hotel de Fuencaliente habilitado por el Gobierno de Canarias para acoger a los damnificados por la erupción sin alternativa habitacional. Cuando fue evacuado de su casa se desplazó a La Laguna con un familiar, pero la evolución de las coladas forzó un nuevo desalojo. Entonces un amigo le ofreció un techo. “Ellos eran nueve y conmigo diez. Se portaron muy bien conmigo, pero éramos muchos”, apunta. 

Fue en ese momento cuando pidió alojamiento a la Cruz Roja. “Se han portado muy bien desde el minuto uno”, asegura. Según la ONG, en el complejo turístico aún quedan 256 personas que no tienen otro lugar al que ir. Los damnificados tienen allí cubiertas todas las necesidades básicas y tienen acceso a las zonas comunes del establecimiento. También pueden hacer deporte y, además, hasta allí se han desplazado psicólogos y trabajadores sociales para atender y acompañar a las familias.

Sobre la casa de Carlos había hasta 20 centímetros de ceniza, provocando importantes destrozos en el interior. Las autoridades, por razones de seguridad, solo le permiten entrar 40 minutos a su casa. “En ese tiempo no puedo limpiarla entera, pero voy poco a poco cuarto por cuarto”. En esta ardua tarea nunca le han faltado manos voluntarias de vecinos, agentes de la Guardia Civil o militares. 

María del Cristo no sabe exactamente cómo está el interior de su casa. Ha intentado dos veces entrar, pero a mitad de camino le invade la ansiedad. “Tengo que pararme y darme la vuelta porque me cuesta respirar”. Su vivienda está en Las Manchas, a poco menos de dos kilómetros del cono principal del volcán, pero un milagro la salvó de la lava. El último recuerdo que tiene de ella misma dentro de su hogar es viendo la erupción desde su ventana. “Primero sentimos como si algo estuviera corriendo por el suelo, pero no era un temblor como los que habíamos notado antes. Yo estaba mirando cuando explotó. Vi salir los pinos volando, lo vi todo”. 

Algunos de los problemas que sabe que hay en su casa ahora son las humedades de las paredes, la ceniza y la falta de agua corriente. Sin embargo, lo que más le preocupa es la desaparición de la carretera que conectaba su barrio con los núcleos de Los Llanos o El Paso, donde trabaja, y pide a las administraciones que prioricen esta infraestructura. “Antes de pasar dos horas para ir y otras dos para volver a mi trabajo, me mudo”.

Para ella, la compañía de su madre y su hermano en el hotel de Fuencaliente y la asistencia psicológica que le ofrece Cruz Roja han sido una salvación. “Lo necesito porque llevo semanas sin poder dormir. De momento, no tomo ninguna medicación para conciliar el sueño, pero creo que no me va a quedar otra opción. Por las noches salgo a la terraza y le doy muchas vueltas a la cabeza. Lo peor está por venir. Yo no sé cómo me voy a enfrentar a vivir allí sin carretera”, cuenta. Esta redacción ha intentado contactar con otras familias que viven en el hotel, pero su estado de ánimo no les ha permitido hablar. 

María vive en el hotel desde hace cinco meses y, aunque todo el personal se ha volcado con ella para hacerle la vida más fácil, le parece que ha pasado media vida desde que entró allí. En su caso, apenas sale del establecimiento. “Vivo, como, teletrabajo y duermo aquí. No pensé que fuera a estar tanto tiempo”, confiesa. María del Cristo trabaja cuidando y acompañando a las personas mayores. En el hotel, no ha podido evitar involucrarse con los ancianos que han perdido su hogar, aunque no sabe de dónde saca la fuerza.

Cuando María salió de su casa solo cogió el uniforme y dos mudas de ropa, pero en Fuencaliente no le ha faltado de nada. “Cuando empezó el frío, dos camareras de piso que trabajan aquí me regalaron un abrigo. Se lo agradecí muchísimo, no podía parar de llorar”. Poco a poco, las familias se han acostumbrado a vivir en el hotel, y las ganas de volver a su hogar se compaginan con el miedo y la inquietud por cómo será el regreso. Carlos lo tiene claro: “Yo en cuanto pueda sí voy a volver. Lo poco que tengo ha sido trabajado, no me lo ha regalado nadie. ¿Cómo voy a dejar eso que tanto sufrimiento y sudor me ha costado?”.

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