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Donde mueren los trenes

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Indra Kishinchand López

Porque en el mundo no hay más que vida y muerte y existen millones de hombres que hablan, viven, comen, pero están muertos. Más muertos que las piedras y más muertos que los verdaderos muertos que duermen su sueño bajo la tierra, porque tienen el alma muerta. Muerta como un molino que no muele, muerta porque no tiene amor, ni un germen de idea, ni una fe, ni un ansia de liberación imprescindible en todos los hombres para poderse llamar así.

Federico García Lorca

Un día Dani me recitó A un olmo seco de Machado mientras yo fregaba los platos y entonces pensé que eso también era poesía; un libro y un amigo en la cocina, un espejo en la azotea, un sillón en la basura, mis padres en el mar.

Unas horas antes habíamos conocido a Alicia en el hospital. Yo pasé allí un par de noches y ella me contaba que lo que más le gustaba en la vida era leer y viajar. Alicia tiene ahora 78 años y su plan más próximo es visitar la India. Siempre que viaja lo hace con una amiga porque su marido no puede coger aviones y por eso, dice, tampoco quiere irse demasiado tiempo. Un domingo por la tarde llené de amigos el cuarto que compartíamos y cuando se fueron le pedí perdón por si la habíamos molestado. Ella sonrió y dijo: “Que vuelvan cuando quieran”. Ahí sonreímos las dos porque nos dimos cuenta de que no volverían más, porque probablemente ni ella ni yo estaríamos allí a la mañana siguiente.

La primera noche que dormí en el hospital Aida se quedó conmigo y pensé, cómo no, que eso también era poesía. Supongo que no para su cuerpo y tampoco para su mente, pero al final el amor se demuestra en todo lo que no se dice. Yo le pedía que fuera a dormir a casa y ella me contestaba: “¿A que tú harías lo mismo por mí?”. Pero yo sé que esa no era su razón, que nunca lo es, sino que es una de sus maneras de restarle peso a la existencia sin quitarle importancia.

La forma en la que los problemas se afrontan y la belleza de aceptar al otro en la diferencia formaban parte también de mi agradecimiento en una carta que nunca llegué a mandar. Ahora la tengo guardada sin destinatario ni remitente; y, aunque nada de lo que dije entonces sea ya verdad, ese folio me quema la garganta. Lo mismo me pasa con los sueños, que aunque no sean me despiertan con la angustia de un “y si”. Hace unos meses que apunto todo lo que vivo de madrugada y cuando despierto y releo mis palabras me suenan a una desconocida de la que me sé todo su pasado.

Tengo entendido que es precisamente lo más putrefacto del ayer lo que aparece cuando ni la consciencia existe, para recordarnos que algún día tuvimos miedos congelados. Yo ahora guardo los míos con la esperanza de borrarlos y, con ellos, todo el abandono.

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