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El señor Barragán

Cristóbal D. Peñate

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José Miguel Barragán deja la política por los pucheros después de varias décadas en la vida pública canaria. El secretario general de CC, que ha sabido estar en todos los potajes políticos en los últimos veinte años, ha insinuado que se retirará del parlamento (el miércoles se despidió) para dedicarse a la gastronomía y la restauración.

El hombre quiere montar una casa de comidas en Fuerteventura, isla de la que salió para colocarse como diputado regional en los órganos de dirección de Coalición Canaria, donde ha pasado mil vicisitudes y ha sido querido por casi todos, no solo por las distintas sensibilidades de las familias nacionalistas, sino incluso entre sus adversarios, con los que en general se ha llevado bien hasta cuando los descalificaba desde la tribuna de oradores de la cámara regional con su sonrisa de marmota.

Barragán siempre ha tenido la virtud de la ubicuidad, de estar en misa y repicando. Desde sus sucesivos cargos ha controlado el partido que ha gobernado las islas durante los cuatro últimos lustros, a veces apoyándose en el PP, la mayoría, y en otras con el PSOE, como ahora. En alguna ocasión tiró el bastón y las muletas, como hacen los viejos rebeldes de las películas nórdicas, para andar solo y libre, soportando los riesgos de la inestabilidad.

Ahora es fácil imaginarse el dulce exilio del señor Barragán en su querida isla de Fuerteventura, donde fue coordinador de AM antes de dar el salto a la política regional (o nacional, según se mire desde la óptica de CC).

Este político, nacido en Gran Canaria pero forjado en la isla majorera, ha sido un todoterreno al servicio de su formación, un hombre orquesta capaz de tocar la guitarra con las manos, la batería con los pies y la armónica con la boca al mismo tiempo. Si le colocas una boina podría ser un pintor parisino y bohemio deambulando por Notre Dame o un pensionista sentado en un banco de la plaza de la iglesia de Puerto Cabras. Es un actor de mil registros.

Barragán, que ahora demuestra por fin que en realidad siempre ha sido cocinero antes que fraile, ha perdido veinte años de su vida en la política, y no es verdad que veinte años no sean nada. Su verdadera vocación secreta era la de chef. Incluso su figura chaparra y rechoncha invita a verlo como un gran cocinero italo-majorero que canta La Traviata u O Sole Mío mientras prepara unos espaguetis a la carbonara o un chuletón a las finas hierbas que luego se zampará él solito.

Con su mostacho inconfundible y un gorro de cocinero, que siempre le dará más altura y caché, va a comenzar su nueva vida. Pasará de cocinar encuestas políticas a meros a la plancha, cherne sancochado o bacalao al pil pil. Bueno, quizá esto último no porque querrá evitar a toda costa la elaboración de platos con connotaciones políticas.

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