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La teoría empírica del cáncamo

Eduardo Serradilla

Tal y como están las cosas, bien podría dejar de escribir estas inocuas columnas de opinión y dedicarme a instruirles en el noble arte del bricolaje, empezando por todos los tipos de tuercas, tornillos, clavos y cáncamos con los que sujetar mil y una ideas. Sería una opción, pero, para ello, debería emular a quienes fueran los presentadores del programa televisivo Bricomanía, y uno conoce sus limitaciones.

Sin embargo, el título de esta columna viene dado porque, desde que recuerdo, se ha utilizado en mi casa la expresión “cáncamo” para definir a la persona/personas que sólo sirven para entorpecerte. Vamos, para entendernos, aquel pariente, amigo o compañero de trabajo que cuanto más lejos lo tengas, mejor.

Y es por ello que, tras muchas y no muy estimulantes experiencias laborales, he podido formular una teoría basada en observaciones, no sé si empíricas, pero que sí han estado contrastadas por los efectos nocivos de dicha especie.

Dicha teoría viene a decir que en toda empresa, grupo laboral o centro oficial hay uno o varios cáncamos puestos allí, (ignoro si por el mero azar o por la unión de varios factores) para dificultar el desarrollo de las propuestas y para que nadie pueda destacar sobre la mayoría, salvo en ocasiones extremas, que tampoco se escapan a tales individuos, no se vayan a creer. Por cierto, de la familia ni hablo, dado que es una especie digna de estudio que se sale de las tablas habituales, tal y como se la pretende conservar y justificar.

Los mentados cáncamos suelen ser aquellas personas que nunca llevan el trabajo al día, retrasan la puesta en marcha de proyectos, traspapelan documentos necesarios y de difícil reposición, y nunca pagan el café, la droga permitida para empatar las horas de trabajo, para desespero de quienes sí lo hacen.

Lo peor viene cuando el mentado cáncamo ostenta un puesto de magna responsabilidad, posibilidad que, como aquellas meigas de Don Manuel Fraga, puede darse, pero por fortuna todavía es una rara mutación. Sea como fuere la labor del cáncamo es dinamitar el entusiasmo y la creatividad de quienes puedan poner en solfa todo aquello que permita evolucionar y/ o cuestionar la ineptitud de quien manda. Al interponerse entre el “bueno por conocer” ante el siempre mezquino “malo conocido”, el cáncamo logra un efecto de “pescadilla que se muerde la cola” o un bucle temporal que en nada beneficia al desarrollo de un país, el nuestro, que necesita iniciativas nuevas, y no potenciar los esquemas de las mismas momias recalentadas de siempre, como muy bien indica Mafalda y más con la crisis que tenemos sobre las cabezas.

No obstante, el cáncamo también debe hacer frente a la dicotomía de se le plantea cuando, además de vivir bien y sin dar “palo al agua” debe lograr un desgaste que debilite los mismos cimientos del organismo o del departamento en el que trabaje para así debilitarlo hasta un punto sin retorno. Ése es el gran misterio del cáncamo. No hace nada de provecho, sino más bien todo lo contrario, pero parece que nadie está capacitado para ponerlo en su sitio y terminar con aquella situación que tanto perjudica al entorno y a quienes allí conviven.

La lógica dicta que cuando las malas yerbas crecer alrededor de un árbol, lo lógico y recomendable es arrancarlas de raíz y dejar que la planta pueda desarrollarse plenamente. Tal y como suele ser habitual, la teoría es muy, pero que muy bonita, pero raramente se aplica en el mundo real, donde todos parecen más preocupados por evitar que les saquen las vergüenzas, en vez de aportar soluciones y proyectos que nos lleven un poco más hacia delante.

Claro que si eso ocurriera, los cáncamos y toda su civilización se verían abocados a la desaparición, privando al mercado socio-laboral de su fea estampa y de la inmortal -e internacional sentencia- acuñada por Mariano José de Larra que decía aquello de vuelva usted mañana.

¿Qué sería de nosotros si fuéramos a solicitar tal o cual papel oficial y nos lo dieran al momento? ¿Qué sentiríamos si al pedir el último, y necesario informe, relativo al estudio sobre el gasto de rollos de papel de baño en el trimestre de año bisiesto de la gran guerra –vale, ustedes me dirán la importancia, cuando lo que importa son los años no bisiestos, pero ésa es otra cuestión- los datos estuvieran compilados en el orden correcto y no con una variación de +/ - 200%?

Y si los presupuestos de los centros oficiales se administraran con mesura en vez de malgastarse en barbaridades que en nada benefician a los ciudadanos, ¿qué sería de la nariz... perdón, ésa era la reina Cleopatra,... de la faz de éste, nuestro cacareado país?

Posiblemente nos irían mucho mejor las cosas, nos tomarían más en serio en muchos lugares y nuestras empresas serían competitivas y no dependientes de los designios de un tercero al que le mueven intereses distintos, por no decir oscuros y partidistas...

De todas maneras, para quien simpatice con ellos, los mentados cáncamos, no tiene de qué preocuparse. Faltan años, demasiados, me temo, para encontrar una vacuna real contra ellos, sobre todo por el nulo interés de quienes deberían acabar con esta especie.

Quién sabe, si se venció a la peste negra y otras grandes plagas, imagino que terminar con los cáncamos no debería ser tan complicado... ¿O sí?

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