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Enterrado en los ojos que un día besó (4)

Miguel Jiménez Amaro

El padre de Hiperión, en la terminal de Barajas, vio cómo todos los pasajeros del vuelo de Tenerife salían por la puerta acristalada de la aduana, excepto Mónica, a la que no la dejaba pasar un guardia civil.

Como la primera vez que Alberto Bambute fue al piso de su amigote Chuchú en Madrid y otro (¿habrá sido el mismo?) guardia civil le quiso confiscar el cherne y el gofio para hacer un escaldón. Hablaban y hablaban, al menos eso es lo que parecía desde donde él estaba, y zarandeaban un libro que Mónica llevaba dentro del bolso. La discusión no era por radiocasetes, cigarros, gafas ray ban, calculadoras, botellas de whisky o escaldones. ¡No! Era por un libro.

El padre de Hiperión pensó en hacer lo mismo que hizo Chuchú en aquel otro momento, traspasar la puerta transparente e ir a hablar con el benemérito hombre. El guardia civil, después de mucho tira y afloja, le dejó pasar el libro. Mónica pudo salir de la aduana con el libro dentro del bolso. Subieron al coche y se dirigieron a la Taberna de Chueca. Durante el trayecto Mónica le fue contando el episodio del libro.

“Al sentarme en el asiento del avión me di cuenta de que no había cogido ningún libro para hacer el viaje leyendo. Abrí el bolso y me encontré con un libro que no había visto nunca en casa, y del que no tenía ninguna noticia, La ciudad soñada. Santa Cruz de La Palma entre mil novecientos cincuenta y cinco y mil novecientos sesenta y cinco, de Eladi Crehuet Serra. Empecé a interrogarme por aquella presencia. Yo había nacido en el año cincuenta y cinco, justo cuando empieza esta década elegida por Eladi, pero luego leo que el libro esta publicado en el año dos mil dieciséis, y nosotros estamos a veintinueve de diciembre del año setenta y uno. Al leer el libro vi en una de las fotos del Kiosco el Ancla a mi padre y mi madre, el día que se conocieron, el mismo día en que se enamoraron en una de tantas fiestas que Pompeyo Crehuet, el padre de Eladi, organizaba en Los Cancajos. Esa misma foto la tiene mi padre en su despacho. Yo no conozco a Eladi, ni tampoco conocí a su padre, Pompeyo, que había sido durante aquella época notario y activista cultural de hondo calado en Santa Cruz de La Palma; pero sí llevo escuchando durante quince años fragmentos de sus historias que acabo de completar con la lectura de La Ciudad Soñada. Mis padres, alemana ella, peninsular él, solo tardaron un mes en casarse, a él lo iban a destinar pronto, y ella presentía que su vida iba a ser corta, tal como le había dicho Conchita, La Curandera de Las Manchas, y La Barajera de Puntagorda. Los padrinos de la boda, en la iglesia de Las Nieves, fueron Sigrid, El Ángel Pelirrojo, y Álvaro Rocha, Misipí, de los que Las Cosas Buenas ha hablado en algunos de sus artículos publicados en La Palma Ahora. A mi padre lo destinan a Madrid. Yo nazco en Madrid. Coincido en el colegio y en el instituto con Hiperión, ambos somos hijos de madre alemana. Mi madre también es de Bavaria, como la de él. Compartimos momentos juntos en Madrid y Bavaria, y algunas veces que fui a La Palma con mis padres, Hiperión vino con nosotros, como tú sabes”.

Se bajaron del coche en frente mismo de la fachada de La Taberna de Chueca. Se sentaron en la misma mesa en la que se sentaba Hiperión. Él le dio un ejemplar del libro de poemas de su hijo. Le dijo que todos los poemas fueron escritos en aquella mesa. Ella lo ojeó. Acarició la textura del papel y empezó a repasar los poemas. El camarero trajo una botella de Mibal Roble con dos copas y unas patatas bravas, todo invitación de la casa.

Mónica soltó el libro en la mesa, brindó y tomó la primera copa de vino. Miró al padre de Hiperión y le dijo que ella había sido la primera novia de su hijo y que todos esos versos estaban dedicados a ella. Él le respondió que ya lo había leído en la carta que le escribió y al mismo tiempo le entregó la carta que Hiperión le había escrito y que no se puso al correo. Mónica le pidió que le sirviese otra copa de Mibal Roble, le dio el ejemplar de La Ciudad Soñada, y se sumergió en la lectura de la carta que le había escrito Hiperión.

El padre de Hiperión miró aquel libro, que le iba a desvelar infinidad de preguntas que llevaba dentro, con extrañeza y atracción. El libro lo empezaba a cautivar. Había pasado la luna de miel con su esposa en La Palma, en el año cincuenta y cinco. Se habían bañado varias veces en la playa de Los Cancajos, conocieron el embrujo de aquel litoral,  y habían  estado comiendo varias veces en el Kiosco El Ancla la sabrosa comida de doña María. Miró a Mónica, con infinita  ternura, de la que Hiperión solo le había dicho que era una muy buena amiga y que la quería como una hermana. Mónica le iba a ser mejor  conocedor de su hijo.  El libro se abrió solo, por azar. Lo acercó y vio cómo en una de aquellas fotos se alojaba, en el mismo Kiosco El Ancla,  una jovencita pelirroja, pecosa, de ojos azules y con un traje rojo; a la que él le había dado clases de literatura española  durante unas jornadas universitarias de  verano de las que fue rector. Nunca pudo olvidar a aquella alumna suya con la que no tuvo más trato que el de profesor a alumna, pero de la que no recordaba su nombre. Mónica lo miró complacientemente, con igual ternura, y le preguntó qué le había llamado la atención. Él le señaló a aquella jovencita de la foto. Ella le respondió que era Sigrid, El Ángel Pelirrojo, y que había sido la madrina de boda de sus padres.

Aquella foto le trajo recuerdos, muchos recuerdos. En aquel viaje había sido concebido su queridísimo hijo Hiperión.

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