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¿Y tanta violencia?

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Camy Domínguez

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A veces, cuando veo a una persona centenaria, pienso en lo difícil que es llegar a tanta edad esquivando todos los avatares peligrosos que pueden presentarse a lo largo de una vida. Somos algo tan frágil que un atragantamiento siendo bebés, una caída de espalda en cualquiera de nuestros juegos de la infancia, un descuido en la carretera mientras conducimos o simplemente el estar en un lugar determinado un día concreto son hechos que pueden llevarnos a perder la vida.

En ciertas ocasiones nuestra existencia depende de algo tan trivial como la casualidad, pues ¿quién le iba a decir al conductor del autobús en Rusia, provincia de Vladimir, que su vehículo se le iba a calar justo en medio de la vía del tren en plena noche cuando todos los pasajeros estaban durmiendo? ¿O al conductor del tren cuando arrolló el autobús que iba a encontrarse tan doloroso escollo en su trayectoria? Es todo una lotería macabra, imprevisible hagamos lo que hagamos.

Aunque sí es cierto que muchas situaciones podríamos evitarlas, por ejemplo, la matanza de casi sesenta personas y más de quinientos heridos que tuvo lugar en Las Vegas el pasado domingo. El Gobierno de Estados Unidos ya podría caer en la cuenta de la facilidad con que cualquiera puede acceder a las armas cualquiera que sea su estado mental o su capacidad. Imagínate el plan: tú vas a un concierto de tu música favorita, digo en Las Vegas, como digo en el Heliodoro o en el estadio de Adeje, y de pronto a un loco cualquiera, desde una atalaya privilegiada y provisto de un arsenal para tener munición y armas para divertirse un rato, se le cruzan los cables y decide hacer blanco sin ton ni son en la masa humana. ¿Qué haces tú? ¿Dónde te escondes? ¿Cómo puedes preservar tu vida?

Cuando yo era pequeña un buen día llegó a mi casa aquella caja mágica que era la televisión. Por esa época es más que probable que la persona encargada de hacer la selección de programas para emitir en el único canal con que contaba nuestra televisión pública española estuviera sediento de sangre, pues raro era el fin de semana que no había una, dos y hasta tres películas del western, salpimentadas a lo largo de la semana con series policiacas, películas de asesinos, de guerras, de artes marciales, y si aún nos quedaban ganas, los días de fiesta, como los de Semana Santa, nos echaban un clásico de romanos, con sus gladiadores y sus cristianos luchando con fieras y hasta nos enseñaban sin tapujos cómo mataron a Jesucristo.

Mi generación se crió viendo violencia hasta la extenuación con aquella espantosa naturalidad. Cualquier día de pronto y sin avisar nos sustituían la sesión de programas infantiles por los toros y nos emitían boxeo los viernes por la noche en un horario todavía accesible para los niños por más que le aplicaran los clásicos rombos para ayudar a nuestros padres a concienciarse de qué cosas no debían permitir que viésemos. Y sin embargo, a veces les ganábamos el pulso a los rombos también.

Recuerdo nítidamente nuestros juegos de infancia. Tan pronto éramos Starsky y Hutch, como Los hombres de Harrelson, como el Doctor, Kitty, Festus, Trad y Mark de La ley del revólver, según hubiera en la calle vecinitos para repartir personajes y hasta yo empuñé un palo curvado para disparar a uno de los malos escondida tras los brezos o entre las piedras del volcán y llegué a ver cómo, después de dejarlo muerto (a algunos amiguitos había que recalcárselo a gritos, “estás muerto”, porque parecían no entender que les habías dado el jaque), al rato se levantaba diciendo: “Ahora me tocaba a mí matarte”. ¡Ni idea de lo que era la muerte! Salvo esos palos inofensivos, pues no valía tocar a nadie con ellos so pena de “alcanzar chucho” con el mismo palo (avisados estábamos).

Las armas no nos gustaban y de hecho nuestros juguetes, indios y vaqueros de plástico, carecían de puñales, sogas, arcos, flechas, revólveres y escopetas, pues ya se había encargado mi hermano de quitárselos a dentelladas dejándolos con unas poses inverosímiles, como sujetando objetos invisibles. Sin embargo y a pesar de toda esa violencia que nos acechaba de pequeños, nunca nos llegó a seducir tanto como para pensar en inferir daños a nuestros semejantes. Éramos cariñosos con nuestros animales y mascotas, respetábamos a nuestros padres y queríamos a nuestros abuelos con esa locura respetuosa.

Siendo esto así, me pregunto, no sin cierta ingenuidad, qué niveles de violencia serán los que dan lugar a algunos comportamientos que a diario nos cuentan en las noticias, y sobre todo si lo que nos rodea ahora hará que las generaciones posteriores, las de nuestros hijos y nietos, sumergidos como están en escenas de palabrotas, faltas de respeto, bullying, violencia de género, tiroteos, cargas policiales y un sinfín de etcéteras, serán más violentas que las anteriores como para autofagocitar la especie. ¿Llegar a centenarios?

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