“Emigrar no es un delito, hasta los animales lo hacen”
El chico se jugó la vida en una patera rumbo a Canarias tras engañar a sus padres soñando con convertirse en abogado y labrarse un futuro en Francia o quizás Bélgica. Corría 2007, tenía 16 años y como su historia había cientos... hoy le llamarían “mena”, pero él es Mohamed Amjahdi.
La vida no ha sido fácil para Mohamed, tras mucho esfuerzo consiguió establecerse el Fuerteventura, donde trabaja como camarero en un restaurante de Caleta de Fuste y ha formado una familia con una joven de la isla. Pero él sigue firme en sus convicciones, sobre todo ahora que algunos señalan con el dedo a chicos en los que se ve reflejado: “Emigrar no es un delito, hasta los animales lo hacen”.
Mohamed tiene sangre bereber, raíces en el desierto. Su antepasados eran nómadas hasta que su abuelo decidió asentarse en Bouizakaran, cerca de Agadir (Marruecos), y dedicarse al comercio; su padre trabajó en las minas de fosfato de Francia y él, como su progenitor, siempre quiso emigrar a Europa, pero para estudiar.
Su infancia trascurrió junto a las tres esposas de su padre y sus 14 hermanos: iba al colegio y en verano ayudaba a la familia con los árboles de argán... dar patadas al balón por aquel entonces era secundario. El padre de Mohamed quería que sus hijos emigraran a Europa y estudiaran, pero un amigo le quitó la idea de la cabeza.
En una entrevista con Efe, Mohamed recuerda que aquel hombre le dijo a su padre que mandar a los jóvenes a Europa supondría “perder la educación, las costumbres musulmanas”, y exponerse a que regresaran “fumados y borrachos”. “Y mi padre se asustó”. Pero eso no quitó el sueño de la cabeza Mohamed, que dejó los estudios y se marchó a Casablanca a trabajar, con el propósito de reunir los 700 euros que necesitaba para cruzar a España.
El esperado día de subirse a la patera se acercaba, pero Mohamed seguía sin conseguir el dinero, por lo que se lo pidió a su padre con la excusa de que iba a poner un negocio. “El pobre me empezó a dar sus consejos para abrir un negocio, sin saber que yo quería el dinero para la patera, pero si le decía la verdad, no me iba a dejar cogerla. Nadie va a dejar a un hijo subirse una patera”, explica, ahora que conoce la experiencia.
En enero de 2007 llegó el día. Cuando esperaba la llamada definitiva del patrón de la barca que le habían asignado para ir a Canarias, recibió otra bien distinta, de su padre. Preocupado, el hombre quería saber dónde estaba. “Le dije que al lado de una patera, le pedí disculpas por haberme portado mal y empecé a llorar, luego saqué la tarjeta del móvil y la rompí”, relata, emocionado.
Fue el último en embarcar, dudó y estuvo a punto de no hacerlo. Salió un martes y vio las montañas de Gran Canaria dos días después; llegaron a Arinaga de noche y sus compañeros saltaron al mar. “Algunos tragaban agua, yo me cogí a una roca hasta que las piernas se fueron soltando, luego me caí sobre las piedras del muelle y me hice una herida en la cara, pero no sentía que sangraba de lo congelado que estaba”, recuerda.
Ya en Comisaría, una agente de Policía le preguntó en francés su edad. Veinticuatro, mintió Mohamed Amjahdi. “No sabía que existía una ley del menor, pensaba que a los menores los mandaban a Marruecos y a los mayores los recogían”. Las pruebas óseas le delataron, tenía 16. Por esas fechas, Canarias vivía la crisis de los cayucos. El año anterior habían llegado a la islas casi 32.000 personas desde las costas de África. En 2007, lo hicieron 12.478. Mohamed y 751 más eran menores solos.
Al joven de los Amjahdi lo enviaron a un centro de Arinaga, con 300 menores más. Varias noches durmió en un camastro en la cocina por falta de espacio, vio peleas y hasta sobrevivió a un incendio provocado que le obligó a saltar por una ventana. Más tarde, lo trasladaron a un centro en Arucas, donde la cosa mejoró y pudo empezar a hacer cursos de formación. Pero llegó la mayoría de edad y las puertas del centro se abrieron.
Mohamed se quedó sin la protección de sus cuidadores y sin saber muy bien qué iba a hacer con su vida. Cuando los menores extranjeros no acompañados alcanzan la mayoría de edad, caduca su permiso de residencia, salvo que encuentren un trabajo o tengan recursos económicos suficientes para mantenerse, y dificultad para lograr cualquiera de las dos cosas lleva a muchos a la irregularidad.
Él decidió marcharse a Fuerteventura y empezar una nueva vida. Por las mañanas y por las tardes trabajaba de freganchín, hasta que en 2011 consiguió la tarjeta de residencia. Más tarde, logró un empleo fijo en un restaurante en Caleta de Fuste y pudo formar una familia con una joven majorera con la que tiene dos hijos.
La irrupción de partidos de ultraderecha en España preocupa a Mohamed y también el discurso que va calando en la sociedad sobre los menores. “Hay buenos y malos”, alega, “yo tengo un amigo que estaba en un centro de menores y ahora es ingeniero militar”.
“No se trata de poner fronteras, hay que quitar vallas, empezar a construir una sociedad abierta e integrada y lo más importante es el respeto. Solo con él vamos hacia delante”, defiende. No hace mucho tiempo, Mohamed viajó a Gran Canaria, busco tiempo para volver al centro de menores de Arinaga, que ahora está cerrado. Se hizo una foto a las puertas: “Aquella experiencia no se olvida, aquello fue una especie de madre, allí nos enseñaron todo”.
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