Sin alternativa al cambio climático

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El cambio climático y la crisis en la producción de alimentos son los grandes problemas que determinarán la existencia de la humanidad en las próximas décadas y el incremento de los procesos migratorios, desembocando así en una división férrea de la población en dos grupos antagónicos: por un lado, el que tendrá los medios y los recursos para subsistir, es decir, los dominantes, cuyo número será cada vez menor y que blindará su territorio a cualquier precio para defenderlo frente a ataques externos; por otro, el que se quedará fuera del sistema, es decir, los excluidos, donde tendrá cabida la inmensa mayoría de las personas, abocadas a malvivir hasta que se produzca su extinción y a presionar incansablemente sobre el territorio del grupo anterior. La división entre el norte y el sur geográfico, entre ricos y pobres, será más polarizada y violenta que en la actualidad. 

El primero de esos aspectos, correspondiente al cambio climático, está alcanzando un nivel de preocupación a tal escala que ya se habla abiertamente de la transformación radical y nefasta que sufrirá el Planeta. El progresivo avance de la aridez y la desertificación en muchas zonas de la Tierra; el deshielo de los Polos, con el incremento del nivel de los océanos y la pérdida del hábitat natural de determinados animales; el uso intensivo de la agricultura hasta agotar los suelos; la contaminación del medioambiente, donde se producen vertidos incontrolados de todo tipo; la enfermedad del plástico, que es imposible de erradicar; y el crecimiento desorbitado de la población mundial, que demanda cada vez más recursos en menos tiempo, son algunos de los muchos factores que, combinados al unísono, están distorsionando la realidad de un planeta agonizante y que se está muriendo lentamente.

En los últimos años, se ha acrecentado el relato de la llamada transición ecológica, un concepto con un fuerte componente político y económico, que se presenta como un cambio obligado ante ese paradigma dominante. En realidad, enmascara las luchas y las rivalidades entre los distintos Estados del primer mundo para seguir dominando la economía a distintas escalas. De este modo, se siguen tomando decisiones y desarrollando acciones al margen de los propios acuerdos internacionales en materia medioambiental para desbancar a cualquier contrincante en esa lucha por el poder económico y para consolidar las fuentes de riza nacionales.

En el fondo, no estamos preocupados por la salud del Planeta, a pesar de los indicadores que han dado lugar a una alerta mundial. Por el contrario, lo que se ha desarrollado es un falso ecologismo en forma de pactos entre los países poderosos, que adecúan ese problema del medioambiente a sus intereses, pero sin que al mismo tiempo lesionen su capacidad productiva. 

El ejemplo más ilustrativo es el Protocolo de Kioto (2005), que tenía como uno de sus principales objetivos la reducción de la emisión de gases de efecto invernadero por parte precisamente de los países desarrollados o que estuvieran dentro de esta última vía. El resultado final ha sido su inutilidad por ese tira y afloja entre las economías de los Estados participantes, hasta el punto que ninguno cumplió los objetivos establecidos. Al respecto, en 2011 Canadá abandonó el Pacto para no pagar las multas relativas a sus emisiones contaminantes y siguió apostando abiertamente por la explotación de sus yacimientos de arenas bituminosas, cuyo impacto ambiental es desastroso. Por su parte, Estados Unidos, uno de los países más contaminantes del mundo, no solo contribuyó a la dilapidación de dicho Protocolo, sino que buscó un acuerdo internacional alternativo, acorde con sus intereses para seguir contaminando y para intentar garantizar que su economía estuviese a la altura de otros competidores, sobre todo de China.  

Tal y como he referido en otras ocasiones, la defensa del medioambiente se ha convertido en una peligrosa moda dentro de la política como medio para atraer votantes. Es el nuevo escaparate para que el público asimile que se están tomando medidas efectivas de respeto y convivencia con la Naturaleza. En el fondo, se trata de una actitud de falsedad y blanqueamiento porque siempre está presente el nacionalismo político, que conlleva que los Estados no trabajen de manera cohesionada para erradicar esa situación de alarma climática global, sino que cada uno desarrolla argumentos en defensa de su producción nacional y al margen de las cuestiones medioambientales. 

Realmente, no se están tomando medidas efectivas para cambiar el rumbo desacertado de nuestra relación con la Tierra. De hecho, la guerra de Ucrania se ha convertido en un ejemplo ilustrativo de la contradicción de la propia política de la Unión Europea. Esta última ha puesto en marcha la consabida Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, donde se fomenta un modelo de relación alternativo con el Planeta, basado en el desarrollo sostenible. La contradicción viene asociada con dicha guerra, ya que ante el problema del abastecimiento de energía que sufre la Unión Europea (UE) por la situación de crisis internacional, esta última ha declarado que la energía nuclear debe considerársela con el carácter de verde, es decir, que no atenta contra el medioambiente. El objetivo de esta medida es conseguir paliar esa deficiencia, basada en incrementar la producción nuclear, de ahí que se consolide el camino para que este sistema siga produciendo un tipo de residuos que no solo es peligroso para el entorno y la salud de las personas, sino que tarda miles de años en degradarse y demanda la creación de más cementerios nucleares.

Esta decisión no debería cogernos por sorpresa, ya que el Protocolo de Kioto, firmado por la Unión Europea, recomendaba precisamente la energía nuclear como una de la formas para acabar con el calentamiento global, a pesar del riesgo que implicaba. Lo comido por lo servido. Energía nuclear en manos de pocos países, que son los mismos que forman parte del selecto club de quienes no están dispuestos a contaminar menos y dependen totalmente de la importación de recursos.

De hecho, y siguiendo con el caso de la guerra en Ucrania, la UE hizo un llamamiento a sus Estados miembros para que incrementasen su porcentaje de almacenamiento de gas natural ante los recortes de su abastecimiento por parte de Rusia. Esto también conlleva el respaldo a este otro recurso, que libera gases durante su proceso de  extracción y que contamina en su fase de  transporte. A esto se suman la reapertura de minas de carbón que ya estaban cerradas, como en el caso de Italia y Alemania, con el mismo fin de conseguir más energía. La excusa es que se realizará temporalmente, mientras dure la coyuntura internacional, a cuya actitud se han sumado otros países como China y Estados Unidos, que han encontrado así otra justificación para incrementar la contaminación.

Simplemente, el primer mundo piensa en sí mismo: es capaz de ordenar a otros países menos desarrollados, bajo la metáfora de las recomendaciones, que contaminen menos para no sufrir sanciones internacionales, a la vez que juega con su balanza industrial para seguir manteniendo su papel dominante. No le importa el cambio climático y sus drásticas consecuencias. Habla de energías limpias para crear un entorno verde y, al mismo tiempo, fomenta que se destinen miles de hectáreas de tierra en esos mismos países subdesarrollados para producir biocombustibles con el fin de garantizar su abastecimiento, cuando en realidad hay millones de personas que no tienen nada que comer. No hay planificación ni alternativa a esta situación porque el modelo político, económico y social lo impide. El problema somos nosotros. Cuando agotemos el tiempo que nos queda, entonces imperará la ley del más fuerte.    

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