El arte de la contemplación
En los extremos está casi siempre la belleza. Léase, después de una aguda fase de calor, el frío reconcilia el ánimo y ablanda el espíritu. El centro es una ubicación anímica bastante antipática, casi siempre falsaria y con frecuencia de cierta tendencia asténica. La derecha, ya se sabe, cuando se ocupa del asiento lo considera en propiedad, y la izquierda se mueve convencida que es mejor la preposición “por” que la preposición “contra”. En todos los casos, se trata de aludir al punto de vista que puede adquirirse sobre las cosas, incluida la naturaleza, que rodean al ser humano. Lo rodean y lo abruman: así, cuando la naturaleza decide no ser madre y se convierte en madrastra; también, cuando en la ciudad se organiza la zapatiesta actual con toda clase de vehículos por calzadas y aceras, ante la estupefacción de viandantes humanos (sobre los animales, no hay constancia de conciencia, y menos de autoconciencia, aunque ya existan leyes que hacen temer cosas tan esotéricas como la denominada inteligencia artificial).
Ocurre estos días en ciertas ciudades que sufren la desolación de habituales y el pasmo de visitantes, y que, por su tamaño, ocultan ese fenómeno entre mesiánico y apocalíptico de las procesiones de la religión católica; ocurre, digo, sobre todo si son de magnitud notable, que se provocan solaces espaciales inesperados allí donde reina el bullicio y la aglomeración. Y como casi siempre hay una terracita, puede incluso que bien atendida, el paseante solitario se detiene sin límite a contemplar, del orto al ocaso, los papeles que puede tener entre sus manos, degustar el inconfundible gimlet de Marlowe o de Lenox en “El largo adiós”, el drymartini de Buñuel y de Max Aub, incluso un pincho de cualquier cosa. No debería haber motivo para la queja en estos días de asueto. ¿O sí? Vale.
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