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Corrupción coronada

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Raúl del Pozo ha escrito en distintas ocasiones que España es una corrupción coronada. Es una calificación tremendista, pero a tenor de los datos y la percepción ciudadana la valoración parece adecuada. Hace apenas unos días la Comisión Europea hizo público un informe en el que se señala que los europeos tienen la sensación de vivir en un ambiente de corrupción generalizada, “lo que mina la confianza en las instituciones democráticas y en el Estado de derecho”. Según este estudio, el porcentaje de ciudadanos españoles que creen que la corrupción está extendida por todo el país se acerca al 95% (frente a una media del 63% en Europa) y el 97% de las empresas opina que hay prácticas ilícitas en la administración. Igualmente un 83% de los empresarios percibe la corrupción como muy extendida. Para el último barómetro del CIS, tras el paro como primera preocupación, el 39'5% de la ciudadanía española concibe la corrupción como uno de los grandes problemas del Estado. También en el pasado mes de diciembre Transparencia Internacional publicaba el Índice sobre Percepciones de la Corrupción y nos mostraba cómo España se ha convertido en el segundo país donde más aumenta esta apreciación y que solo Gambia, Guinea, Malí y Libia han empeorado tanto. En apenas un año España ha caído diez puestos en la clasificación pasando del lugar número 20 al 30.

Como dice Anne Kock, la directora para Europa y Asia Central de TI, “en España, todos los sectores, incluyendo los partidos políticos, la Familia Real, las empresas y el sistema financiero, están implicados en casos de corrupción en un momento en el que el país está sufriendo”. Efectivamente, la trama Gürtel que supuso un saqueo al Estado desde los ámbitos de gobierno del PP de Aznar, la financiación ilegal del PP y su caja b de sobres y sobresueldos en negro, los ERE de Andalucía, las trapisondas del caso Nóos y la implicación de la Corona, la financiación ilegal de CiU, los distintos escándalos urbanísticos, la “lista Falciani”, que daba datos de 659 evasores fiscales influyentes y de la que nunca más hemos sabido nada y tantos otros ocupan cada día numerosas páginas en los medios de comunicación creando un clima de frustración e indignación inevitables. Y la sensación es de que todo sucede impunemente. Que los que pueden atajar el problema no lo hacen porque no les conviene.

Se habla una y otra vez de tomar medidas, pero eso casi nunca sucede y cuando sucede no se hace de la manera adecuada o se queda en puro y simple papel mojado. Se nos repite machaconamente (desde dentro y desde organismos internacionales) que hay que transparentar la financiación de los partidos políticos, que hay que mejorar los procesos de contratación pública, que hay que potenciar los organismos de control y de fiscalización, (mientras se cargan a los organismos reguladores independientes y desoyen al Tribunal de Cuentas que abre diligencias al propio estado pidiendo más medios), que hay que dotar de medios a la Justicia, que hay que perseguir la corrupción (mientras sancionan a la inspectora que denunció a Cemex o controlan a los peritos de la Agencia Tributaria), que los poderes del Estado deben ser independientes, que es necesario establecer códigos éticos y medidas de castigo contundentes, que hay que regenerar la política y las instituciones, que hay que regular el control de los conflictos de intereses? Pero más allá de palabras grandilocuentes, diseñadas para calmar los ánimos, la realidad coge otros atajos. Hace unos días el Grupo de Estados Contra la Corrupción (GRECO) del Consejo de Europa criticaba a España abiertamente por las “puertas giratorias” por las que los políticos fichan por grandes empresas y advertía que “la percepción de la independencia del fiscal general del Estado es preocupante”. También el Parlamento Europeo acaba de demandar que se excluyan de las listas de candidatos a cualquier elección a los condenados por corrupción y “que se retiren de cargos políticos, directivos o administrativos a todas las personas culpables de dicho delito”.

Desgraciadamente por aquí se mira para otro lado. Y nunca pasa nada. Frente a un combate decidido contra esta corrupción que lastra la economía, debilita al Estado y a la democracia y destruye la cohesión social y los valores éticos, la resolución de los casos se dilata en el tiempo (Gürtel acaba de cumplir cinco años) y suelen pasar varios lustros sin que sepamos realmente qué ha sucedido o sin que veamos que los delincuentes reciban un castigo; las medidas necesarias para atajar la podredumbre nunca terminan de adoptarse, a pesar de las declaraciones de intenciones de los dos grandes partidos del arco parlamentario y, desvergonzadamente, nadie dimite, nadie da explicaciones, nadie asume responsabilidades políticas ni de ningún tipo. Por el contrario, se emplea toda la energía en controlar a los medios de comunicación, en edulcorar y tergiversar la realidad, en propiciar debates estériles, en desviar la atención hacia otros asuntos. Y en protegerse. En mantener el estatus de una clase dirigente que se niega a perder su poder. Como hizo Rajoy, el silente, que se acercó a Antena3 para decirnos que está “convencido de la inocencia de la Infanta”. “Le irá bien” ?añadió-, seguro de que dará resultado el trabajo que están realizando la fiscalía y los inspectores de Hacienda que se reúnen para coordinar la estrategia exculpadora.

Esta autoprotección de una casta y sus instrumentos de poder y de control de la economía, la política y la sociedad la explican muy bien dos economistas de renombre, Darron Acemoglu y James Robinson, en su libro “Por qué fracasan los países. Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza” (Deusto Ediciones). Para los autores existen dos tipos de instituciones políticas: las inclusivas y las extractivas. Son estas últimas las que concentran el poder en manos de una élite reducida que termina controlando la mayoría de los recursos, y se adueña de la economía para reafirmar y consolidar su poder político. Las élites extractivas debilitan las instituciones, marginan y excluyen a sectores sociales mayoritarios (está sucediendo aquí con las clases medias y los pobres) y concentran el poder político y económico en su propio beneficio, para perpetuarse y enriquecerse en detrimento de una inmensa mayoría. No podían describir mejor la situación que estamos viviendo. Una sociedad inclusiva les obligaría a repartir el poder, democratizar las instituciones, promover la participación ciudadana y perder privilegios. Y no están por la labor.

Hace unos años, la magistrada Eva Joly (hoy es asesora del Gobierno noruego para controlar la corrupción) hizo temblar los cimientos de Francia. Puso en marcha un proceso encaminado a denunciar a la todopoderosa petrolera estatal gala Elf y sus prácticas de corrupción extendidas por todo el planeta con la implicación de jefes de Estado y poderes económicos encriptados en paraísos fiscales. Planteó a la opinión pública que no intentaba destruir a los malvados, sino restablecer el equilibrio entre el débil y el fuerte. Sostenía en aquel entonces que “la corrupción es un problema universal. Lo que vemos no es un fenómeno único, no es algo curioso, no son individuos que han perdido el norte. Es un Sistema”. En un manifiesto elaborado por esas fechas (Declaración de París) firmado por eminentes juristas, que he citado en alguna ocasión, llamaba a una acción contra la corrupción y la impunidad de sus beneficiarios. Denunciaba cómo la corrupción llegaba hasta el corazón del poder para minar la democracia e impedir el desarrollo y la libertad de los países y que combatir contra ella es un requisito indispensable para cualquier acción política auténtica.

Esa corrupción se ha enquistado en el corazón del poder en España. No nos pueden extrañar entonces los datos reflejados en la última Encuesta Social Europea de mediados de enero pasado donde se advierte que la confianza en los políticos españoles está en su nivel más bajo. Un determinante 1,9 sobre 10 refleja el enorme suspenso a los políticos y también a las instituciones y al sistema judicial. Aunque, paradójicamente, los sondeos vuelven a decirnos que una parte importante de la población (incluso esa que percibe la podredumbre en las encuestas) sigue votando a los mismos partidos políticos, incluso a los inmersos en casos de corrupción.

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