Las estructuras cambian, las esencias permanecen

Equipo Crónica, Las estructuras cambian, las esencias permanecen, 1968.

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El escritor de los Cuentos de Mamá Oca, Charles Perrault, revolucionaría al mundo cuando en 1687 leyó ante la Academia Francesa su poema El siglo de Luis el Grande, el detonador del conocido debate (o querella) entre los antiguos y los modernos. Con él subrayó la superioridad de la creación literaria de la Francia de su época –bajo la sombra del Rey Sol– en comparación con los grandes de la Antigüedad griega y romana, lo que generó una reacción de otro académico, Nicolas Boileau, que abanderó la defensa de los clásicos. Lo que hizo Perrault, obnubilado por un tiempo -el presente- que se sucedía bajo una forma –la monarquía absoluta–, fue romper la lanza a favor de la modernidad. Una modernidad que obedecía a unos intereses del momento, como todas las modernidades.

La disputa se extendió a más campos como el arte y la ciencia y ya es un tópico con el que medir cualquier choque cultural. En sentido estricto, al abogar por la modernidad se puede caer en el desprestigio de la antigüedad (a la que se cree superada) abocando a la sociedad a depender de una soberanía moderna, que deviene en menos libre por su restricción del pasado. Así, lo moderno puede llegar a convertirse en conservadurismo camuflado. Ocurre lo mismo a la inversa: mantener a los antiguos en el pedestal y perpetuar esta constante en el presente, alimenta el mito de Sísifo de cualquiera que se atreva a derribarlos, poniendo en evidencia al avance y hasta ridiculizando a lo que ahora se viste de novedad, renegando de ella. Nuestro presente cuenta con numerosas víctimas de esta dicotomía, desde la elección de Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) de Chantal Akerman como mejor película de la historia según la última lista de Sight and Sound, desbancando a Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), a la reciente incorporación de la primera canción de reggaetón, el hit Gasolina (2004) de Daddy Yankee, en el archivo sonoro de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, por su valor cultural e histórico. Polémicas que lo son porque cuestionan los cimientos de la estructura heredada, haciendo de menos al peso de la cuestión: el criterio que evalúa es del siglo XXI.

El calado social es mayor cuando hablamos de revisionismos, cuando nos topamos con el movimiento woke, cuyo marco teórico es importado de la cultura norteamericana y viene a hacer un llamamiento al estar «despiertos» y ser conscientes de las injusticias sociales –las que nos rodean y las que se perpetraron– poniendo en el centro al valor de la empatía con la víctima históricamente encuadrada en los márgenes, siendo los grados de opresión la raza, el género y la clase. Su desarrollo pasa por convertirse en una cultura que se mueve entre la realidad social y la moda ideológica, como apunta David Mejía.

Casos como el de reescribir a autores de otra época, como Roald Dahl –el autor de Matilda o Charlie y la Fábrica de chocolate– son de lo más sintomático de esta polarización. Eliminar el lenguaje que pueda resultar ofensivo para acondicionarlo al canon de una audiencia sensible no es la mejor medida para adaptar una lectura a los tiempos actuales. Es corrección política. Como lo que precisamente vino a hacer Perrault, el líder de los modernos, con su Caperucita Roja, su Bella Durmiente o su Gato con Botas; cuentos cuya versión es la que ha llegado hasta nuestros días, sin ser él el creador original de los mismos pero sin cuya transmisión hoy no hubieran formado parte del acervo cultural infantil. Charles adaptó una serie de relatos del folclore europeo -que hasta entonces pervivían en su mayoría a través de la tradición oral- al gusto del momento, suprimiendo los elementos más escabrosos (las historias originales distan mucho de ser cuentos para niños y niñas) y añadiendo una moraleja al final, alterando su carácter simbólico, aportándoles una carga moral.

Continuando con la estela de los cuentos de hadas, producciones como la de La Sirenita de Rob Marshall (cuyo estreno en breve es una adaptación con un elenco real de la homónima película animada de Disney de 1989, que a su vez se inspira en el cuento de Hans Christian Andersen de 1837) o la de Peter Pan y Wendy dirigida por David Lowery (ya disponible en Disney+) han levantado polémica porque las actrices que interpretan a Ariel y a Campanilla respectivamente, son afroamericanas. Entre las varias cuestiones que esto plantea, la que sobresale es ¿por qué se iba a tener en cuenta el color de la piel como sesgo en el casting? y, en relación directa con esto ¿acaso el triunfo del talento individual pasa por tener que visibilizar una causa de grupo cuando no se es aquello de «normativo»? Que lo hace por extensión, sí, que se ponga como presupuesto, no debería. Del mismo modo que unos dulcificaron historias y leyendas para enfocarlas al público infantil, otros desmontan estereotipos para contribuir a la universalidad de los relatos. Unos y otros sirviéndose de las herramientas que en el momento les permiten hacerlo.

Por contra, cuando la cuestión racial a la hora de interpretar personajes reales prima sobre el relato histórico, aparentemente de forma deliberada, estaría tirándose de wokismo. En este sentido, la Ana Bolena de HBO Max o la Cleopatra de Netflix llegan a distorsionar la Historia al mismo nivel que Elisabeth Taylor como la reina del Antiguo Egipto o John Wayne haciendo de Gengis Khan. La propia Historia limita el cariz interpretativo de actores y actrices que no son de etnia caucásica, reduciendo sus papeles históricos a, por ejemplo, la esclavitud, cosa que no ha ocurrido a la inversa. Basta traer a colación al actor de origen ruso Yul Brynner, que se metió en la piel de Ramsés II, Pancho Villa o Mongkut, el rey de Siam de El Rey y yo (Walter Lang, 1956) por el que ganó el Óscar a mejor actor. Esta película, como su remake Ana y el rey (Andy Tennant, 1999), fueron por cierto prohibidas en Tailandia por su visión distorsionada de la historia y sociedad del país, así como del monarca. Es justo preguntarse, por tanto, ¿desde cuándo la industria audiovisual y el público nos hemos vuelto tan puristas con la Historia?

Decía Elisabeth Duval en la mesa redonda de “Wokism, emotivismo hipertrofiado y nuevos abolicionismos” del VI Congreso de Pensamiento Interdisciplinar: “Utopías, distopías y otras nostalgias” que la idea de que lo woke quiera acabar con los fundamentos de la sociedad grecolatina judeocristiana sirve como ficción política. “Todas las visiones del mundo o todas las ideologías políticas quieren hacer algún tipo de cambio en la realidad que harían que pudieran considerarse como alternativas civilizacionales, si lo que definimos como una alternativa civilizacional es simplemente un cambio en la moral o en los valores que se tienen, en las instituciones, etc.” y prosigue: “más allá de una visión que solamente quisiera, o retrotraerse al pasado o bien estrictamente conservar lo presente, es hacerlo sin establecer ningún cambio político”. Una línea que da forma a esta idea es en la que trabajaba el Equipo Crónica, un grupo de artistas surgido en Valencia en 1964 que alteró el panorama artístico español de la última etapa del franquismo y la transición hacia la democracia con sus provocadoras propuestas, con las que criticaban al sistema, a la emergente sociedad de consumo y al individuo insertado en la masa. Apoyándose en conocidas pinturas de la Historia del Arte español, daban forma a anacronismos bien presentes, en respuesta a la instrumentalización de artistas como Velázquez o El Greco, para dotar de un nuevo significado al relato institucional, situándonos de nuevo en la mencionada querella de 1687.

Mirando hacia el futuro, hace unos días la jornada inaugural de Cultura23, organizado por Radio 3 en el Claustro de los Jerónimos del Museo del Prado, precisamente centró el debate en “el futuro de la cultura”, tratándose aspectos que volvían a anteponer a los antiguos y a los modernos, como por ejemplo la interacción con la Inteligencia Artificial, si hay que percibirla como aliada o como amenaza. En palabras del director del museo de acogida, Miquel Falomir: “Hubo un momento en el que en el siglo XIX se pensaba que la fotografía iba a acabar con la pintura y no lo hizo, los NFTs hace unos años parecía que iban a comerse el mundo y hoy prácticamente han desaparecido […] de momento, las máquinas no sienten, creo que ese es nuestro gran activo. A lo mejor eso lleva a una desintelectualización del arte, que no tiene por qué ser tan negativa” y añade “La IA presentará unos retos formidables y yo quiero pensar que la capacidad creativa del hombre será capaz de encontrar una serie de canales que todavía le seguirán siendo propios... ¡de momento!”. Por lo pronto, una fotografía generada por IA ha engañado al ojo humano del jurado que la dio como ganadora de una de las categorías del certamen Sony World Photography Award 2023. Su autor, Boris Eldagsen, rechazó el premio, pues sólo quería comprobar si, en efecto, la imagen podía colar como propia, poniendo el debate sobre la mesa.

Lo cierto es que quedarse en un bando u otro produce metástasis. Como conclusión, una realidad: la tendencia a dar más valor a nuestros predecesores se basa en la apreciación de los cambios y mejoras que los que por aquí pasaron hicieron antes que los que aquí estamos, de cuyos avances e innovaciones partimos para continuar el ciclo. De ahí viene la metáfora “a hombros de gigantes que ilustra la idea de que el progreso se apoya en los principios heredados, siendo conocido el ejemplo de su uso por Isaac Newton en una carta a su rival Robert Hooke, al que le admitió que había llegado a sus conclusiones sobre las propiedades de la luz gracias al trabajo realizado previamente por Descartes: “Si he visto más lejos, es poniéndome sobre los hombros de Gigantes”. El reto es continuar la senda en un mundo netamente occidentalizado a golpe de globalización, porque las estructuras cambian, pero las esencias permanecen.

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