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El final de ETA y la política

José A. Alemán / José A. Alemán

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Había en aquella ETA primera una mística de lucha contra la dictadura que determinó el apoyo social de que disfrutó la banda hasta no hace tanto. En Euskadi y fuera de Euskadi, ya que, puestos a hacer memoria, llegó a contar con la comprensión y hasta las simpatías de la oposición clandestina al Régimen franquista en el resto del país; como se vio claramente cuando el asesinato de Carrero Blanco.

En esa perspectiva, era de esperar que al morir el dictador y abrirse la Transición democrática abandonara ETA la violencia. Pero lo cierto es que la intensificó y se hizo indiscriminada con ánimo de aterrorizar a la población y hacer morder el polvo al Estado de Derecho: el debilitamiento y hasta la destrucción de la incipiente democracia, debieron pensar los etarras, jugaba a favor de la independencia vasca. Entonces comenzó a distanciarse la opinión democrática, momento que algunas voces aprovecharon para pedir la intervención del Ejército en Euskadi. Por fortuna, no lo consiguieron.

Pueden los líderes políticos considerar el fin de ETA una victoria del Estado de Derecho; pero es útil, para no quedarnos sin memoria, considerar que la clave del éxito de los cuerpos de seguridad ha sido hacerle ver y sentir a ETA en su piel que la violencia asesina no es el camino que esperaban. Inquieta que haya quienes consideran matar o no matar simples opciones y que la elección de una u otra depende de cual asegure mejor el logro de los objetivos pretendidos.

Junto a la eficacia policial habría que colocar en la base del desenlace la consolidación de la democracia española. Esta, por deficitaria que sea, logró vencer la inercia europea. Tanto la de unas izquierdas empeñadas en considerar a ETA movimiento de liberación, aún después de haber dejado atrás la dictadura; como la de unas derechas a las que resultaba cómodo inhibirse y considerar el problema terrorista como exclusivo y propio de la barbarie española. El vuelco de Francia, que pasó de mirar para otro lado y tolerar el uso de su territorio como base etarra a colaborar activamente en la lucha, es ilustrativo. Pero conviene no olvidar, a eso iba, que la reivindicación independentista sigue tan presente como lo están no pocos vascos que ven bien la permanencia de Euskadi en España en las debidas condiciones. El asunto aquí es si de las elecciones del 20-N saldrán líderes políticos con el talento preciso para gobernar la complejidad de la nueva situación.

Fuera del aspecto político y más allá del daño directo de la violencia a centenares de familias, está el que ETA ha hecho a los jóvenes que reclutó para convertidos en asesinos o en cómplices de atentados y extorsiones; en delincuentes con falsa vitola de patriotas idealistas. Son vidas rotas antes incluso de comenzar a vivirlas que marcan otra dimensión de la capacidad destructiva de la violencia y demandan atención más allá del ámbito político. Aunque sea la política la que habrá de promoverla.

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