Espacio de opinión de Canarias Ahora
El fracaso autonómico
Los indicios
Son numerosos los indicios que, a mi entender, confirman el título-diagnóstico. El más importante, la partitocracia que coloca los intereses del partido por delante de los generales sin más objeto que conseguir el poder o mantenerlo cuando se tiene como sea. Un ejemplo acabado lo ofrece la escena política estatal.
Durante meses el PP ha clamado para que Zapatero adoptara una serie de medidas y resulta que cuando le han doblado el brazo obligándolo a anunciarlas, Rajoy se opone a ellas y ha convertido esa oposición en eje de su campaña para llegar a La Moncloa. Lo que ha provocado la paradoja de que mientras Zapatero se alinea con los gobiernos conservadores europeos, que han adoptado medidas por el estilo, Rajoy se opone a ellas distanciándose de sus correligionarios del resto de la UE.
La paradoja deja de serlo si la enfocamos desde la partitocracia. Las ansias de poder, la obsesión monclovita, ha lanzado a los cuadros del PP a exigir elecciones anticipadas. No parece oportuno añadir a lo que ya hay un adelanto electoral, con lo que eso conlleva. Pero es lo que le interesa al PP, no vaya a ser que mejore la economía y cambie la tendencia de las encuestas que lo dan ganador. No le importa empujar al país hasta el borde del abismo si con ello obtiene un beneficio electoral. Es la tónica del PP desde 2004 hasta la fecha. Mientras peor, mejor.
“Dentro del partido, todo; fuera del partido, nada”. He escuchado este lema muchas veces. Es una idea que favorece el nepotismo, el clientelismo y el enchufismo y que ampara a los corruptos como estamos cansados de ver. Es la idea, en fin, que excluye a los que no militan en partido alguno, o sea, a la mayoría de los ciudadanos, la que justifica perseguir a los críticos y proscribe la participación. El deterioro de la democracia es evidente y no nos faltan en Canarias botones de muestra.
Ahí están, por ejemplo, las iniciativas ciudadanas respaldadas por miles de firmas que el Parlamento canario se negó a admitir a trámite. O el nuevo catálogo de especies protegidas impuesto contra la opinión de la comunidad científica para desbloquear la construcción del puerto de Granadilla, como ya se ha reconocido. O la ley electoral que sublima las prácticas partitocráticas al reducir la representación parlamentaria a los tres grandes partidos regionales excluyendo a cualquier otra formación que no se integre en alguno ellos.
Según estas normas, como saben, para entrar en el Parlamento es preciso obtener en las urnas el 6% del total de votos regionales o el 30% de la isla que sea. Se aplicó por vez primera en 1999 para dejar fuera del Parlamento al Partido de Independientes de Lanzarote. El PIL consiguió en su isla el 29% de los votos, dos mil más que el PSOE y seis mil más que el PP; pero fueron los socialistas y populares quienes obtuvieron representación por Lanzarote en el Parlamento. El PIL, como digo, quedó fuera: CC, que fue la fuerza más votada, le ganó por apenas cien votos. Hubo denuncias por irregularidades que la Junta Electoral consideró ciertas pero las rechazó por “irrelevantes”.
Otro caso significativo se dio en Gran Canaria, en las últimas elecciones: Nueva Canarias no entró en el Parlamento pero sí lo hizo CC con más de 50.000 votos menos. Ocurrió, además, que los dos partidos derrotados en la isla, PP y CC, que quedó prácticamente barrida, fueron precisamente los que formaron el Gobierno regional actual y ya saben cómo le va a Gran Canaria en esta legislatura. Se le dieron dos tazas del caldo que había rechazado.
“Dentro del partido, todo; fuera del partido, nada”. No participa quien no milita. El pretexto de las normas electorales fue impedir la sopa de letras; su resultado, que miles de canarios no se sienten representados y sí lejos de la política. Pero eso trae al fresco a los políticos de los que algunos tratan, encima, de convencerte de que las cosas han de ser así en aras del pragmatismo. Está claro que para ellos la le-gitimidad representativa la otorga el partido, no las urnas. Por poca gente que acuda a votar, razonan, siempre tendrá que haber un Gobierno y un Parla-mento con el número de votos que sea.
Ante el deterioro democrático y el mal funcionamiento político-administrativo, la reacción suele ser culpar a la mediocridad de la clase dirigente canaria. Pero no me vale.
Es verdad que la personalidad y el talante de los dirigentes influyen, pero no se puede aguardar pasivamente a que vengan otros y arreglen las cosas. Hay un cierto mesianismo en esta paciente espera a que llegue Aquel que habrá de redimirnos. A lo que debemos aspirar, y presionar hasta ponerla en piedras de ocho, es a una estructura político-administrativa ajustada a la realidad con competencias jerarquizadas de forma adecuada. Una organización integradora, con un eficaz control de las funciones de cada instancia y un sistema claro de contrapoderes que corrija excesos y desviaciones. Que sean las instituciones, el funcionamiento institucional fluido y no el capricho de los gobernantes, quienes promuevan el desenvolvimiento de la democracia representativa.
El espíritu de la Provincia
Conseguir un sistema institucional correcto no es tarea fácil de ahora para después. Es preciso un aprendizaje que aporte madurez democrática y altura de miras a gobernantes y gobernados y creo que no se aprovechó el momento de la redacción del Estatuto de Autonomía, que era el indicado para echar a andar.
Lo primero que se advierte en este sentido es que los redactores del Estatuto no valoraron que el origen, la raíz, del problema político-administrativo de las islas fue siempre la Provincia. Hasta tal punto lo pasaron por alto que su diseño autonómico está empapado del espíritu centralizador de la vieja Provincia.
La Provincia es esencialmente centralista. En la localidad elegida para capital provincial se concentran todos los organismos decisorios y el manejo y la distribución de los presupuestos. Esto hace que los intereses políticos, económicos, empresariales, etcétera, que residan cerca de las sedes provinciales tengan unas ventajas de acceso e influencia de las que carecen quienes viven lejos. Y no les digo si están en otra isla.
Ésta es la raíz, insisto, del “pleito insular”: la lucha de la burguesía de Santa Cruz por retener unos privilegios de los que la de Gran Canaria quería también beneficiarse. Un conflicto de intereses en lo fundamental.
Muchos tuvieron claro esto. El 21 de abril de 1906, el conde de Romanotes publicó, en la Gaceta de Madrid, su memoria-informe sobre el viaje a Canarias de Alfonso XIII en la que anotó textualmente: “La primera observación de cuantos viven en las islas es la de extrañarse de la forma administrativa aplicada a un grupo de islas donde ni la centralización es posible ni el sistema con que se gobiernan pedazos de territorios unidos entre sí tiene aplicación posible”.
Por esa época, Antonio Maura, que fuera presidente del Gobierno, se refirió también al “pleito insular” en estos términos: “Si debajo de todas estas apariencias y estas espumas no hubiese algo de hueso, sólido y consistente y alguna realidad que lo explicase, tanto tiempo no hubiera durado la anormalidad”.
Por su parte, Canalejas, que dio luz verde al plebiscito del majorero Manuel Velásquez y a la ley de Cabildos de 1912, no lo tuvo menos claro: “Yo no puedo perder el tiempo porque los problemas [?] tienen su actualidad y perdida ésta, fracasa el pensamiento. Llegó la hora del problema de Canarias y no puedo desaprovechar esta hora”.
Sabían de qué hablaban y el problema adquirió rango de “cuestión de Estado” por razones de política exterior a las que luego me referiré.
El pleito se debía a la inadecuación del sistema provincial a un archipiélago de islas distintas con idiosincrasias e intereses diferentes regidas por instituciones influidas por los círculos políticos y económicos más cercanos a ellas. Pero, al no tenerse en cuenta en el Estatuto, el espíritu provincial centralista e intervencionista quedó agazapado e hizo que al cabo de los años ya se plantee la vuelta a la Provincia única anterior a 1927 y se le replique con invocaciones a la “doble autonomía”: se han reproducido miméticamente los dos polos del conflicto. Es verdad que se trata de anacronismos, pero nadie ha dicho que los anacronismos carezcan de virulencia. Me parece un error ignorarlos y despreciarlos sin ofrecer otras opciones. Nadie se atreve a hacerlo y el debate político se ciñe al día a día cerrando los ojos a la evidencia incómoda, origen último de casi todos los problemas. Hacerlo es políticamente incorrecto.
Los redactores del Estatuto no amarraron bien los cabos y por si fuera poco un Congreso de CC proclamó la competividad entre islas como esencia de la personalidad política canaria. Una declaración que legitimó la utilización del Gobierno y de su aparato como arma de quienes controlan el poder para ganar la batalla política, empresarial y comercial a sus competidores de otras islas. A éstos no les queda otra que esperar a que se viren las tornas a su favor para hacer lo mismo en sentido contrario. El cuento de nunca acabar.
Olvido de la entidad “Isla”
El Estatuto minusvaloró la entidad “isla” a la que dio un simple tratamiento geográfico con el mar de mero accidente sin trascendencia. No se ocupó de definir y armar un sistema de contrapoderes y una representatividad clara que impidiera el reverdecimiento de las no tan sordas desconfianzas mutuas que conlleva el viejo pleito.
No debe menospreciarse la capacidad destructiva de la desconfianza. La superación de ésta, como sentimiento subjetivo que es, necesitaría de la aparición de auténticos líderes regionales que inspiraran eso, confianza y buen entendimiento. Algo imposible porque quien presida Canarias habrá sido votado sólo por una de las siete islas, lo que condiciona su gestión al deberse a los deseos de su electorado insular: haría falta una estatura de hombre de Estado para obrar de otra manera. La práctica imposibilidad de que un político de las islas no capitalinas acceda a la presidencia añade un plus a esa desconfianza.
Las circunstancias colaterales
Es justo hacer también un ejercicio de comprensión. Es decir, entender que los redactores del Estatuto estaban condicionados por una serie de circunstancias y supeditados por otras. Les condicionaba que la organización de un Estado de las Autonomías fuera reivindicación sentida sólo en comunidades como la catalana, por poner un ejemplo, en que la reivindicación estaba arraigada. Lo que no ocurría en Canarias. Es cierto que el golpe de 1936 interrumpió la publicación en El Tribuno de un anteproyecto de autonomía republicano. Pero no lo es menos que la iniciativa no tuvo continuidad en la clandestinidad antifranquista hasta que, siguiendo los pasos de las comunidades más conscientes de su hecho diferencial, se unió también aquí la reivindicación autonómica a la democrática. “Autonomía y Democracia” fue la consigna de la oposición clandestina. Bueno, de una parte de ella porque para sectores significativos de la izquierda canaria, la autonomía no era sino un ardid del capitalismo para retrasar el momento inevitable en que las masas populares se lo llevaran por delante. Se disputaban la piel del oso antes de cazarlo. Sólo los entonces llamados “eurocomunistas” estaban por la labor y eran tildados de “revisionistas”. Por la derecha era la pasividad la nota dominante. Algo se movían los monárquicos juanistas y algunas personalidades a título individual. Tardaría aún un poco en llegar la tropa de los demócratas reprimidos de toda la vida.
El caso es que la autonomía no prendió nunca como reivindicación consciente en la población y en los grupos políticos. Ni siquiera estoy seguro de que se la creyeran los que se decían autonomistas que pensaban más en la democracia. El Estatuto que parieron indica que, en efecto, no estaban muy al loro. No cuajó la idea, por ejemplo, de que mal que bien los Cabildos encarnaban la tradición autonómica canaria.
A estos condicionamientos, y a no querer calentarse la cabeza desde otras perspectivas, se añadió la supeditación a los deseos del Gobierno central y a las orientaciones de las cúpulas estatales de los partidos. Madrid quería la rápida implantación del Estado de las Autonomías como paso necesario hacia la definitiva consolidación de la Democracia. En Canarias, creo yo, hubiera dado lo mismo la forma de Estado: se optó por el de las Autonomías y no había más que hablar. La Autonomía, se vio entonces, era asunto de segundo grado. Lo importante era la Democracia y se nos otorgó, no conquistamos, un Estatuto de acuerdo con los modelos peninsulares, cargado del espíritu de centralización provincial con una salomónica doble capitalidad que nadie sabe para qué sirve, aunque sí para lo que ha servido.
En definitiva: se ignoró la profundidad del hecho insular y se aceptó un Estatuto de serie B, como las malas películas. No hubo referéndum por temor a perderlo, vista la actividad independentista y la floración nacionalista de UPC en el marco del conflicto abierto por la entrega del Sahara a Marruecos, de las tensiones de este país con Argelia y el juego de las grandes potencias con la guerra fría de telón de fondo. Pasaron la autonomía canaria por la licuadora y la dejaron tan evanescente como un plato de Ferrán Adriá.
La riqueza de Canarias
En realidad, valgan verdades, lo sorprendente hubiera sido que la clase dirigente canaria adoptara una actitud distinta. Horrorizaba a los políticos que los abroncaran en Madrid si Canarias se convertía en una chinita dentro del zapato del Estado de las Autonomías que tanto urgía. Había mucho de complejo de inferioridad porque no consideraban a Canarias esa gran cosa y jamás fue su fuerte la autoestima.
No podía sorprender el entreguismo porque, al fin y al cabo, la clase dirigente canaria, su burguesía, nunca tuvo la iniciativa en el discurrir económico del archipiélago. Desde la caña de azúcar del XVI hasta el turismo de hoy. La clase dirigente, la burguesía isleña, se limitó a aceptar lo que le venía dado de fuera y a vivir que son dos días. Que yo recuerde, sólo hubo una excepción cuando algunas personalidades de la burguesía agraria de Arucas resucitaron en el XIX el cultivo de la caña y la elaboración de azúcares. El negocio se fue al traste por varias razones entre las que figura, no por casualidad, la decisión inglesa de introducir el plátano de exportación, que, con el tomate y la papa, dominó la agricultura.
Seguramente no podían nuestros antepasados hacer otra cosa en un territorio pequeño de recursos naturales escasos que aprovechar su auténtica riqueza: la llamada renta de situación complementada por la menos estable renta de excepción. La primera, claro está, es la ubicación de las islas en un punto de alto valor geoestratégico; es decir, su conversión en nudo articulador de las rutas marítima y comercial más importantes de la historia. Una renta que rindió aún más durante el periodo del imperialismo colonial inglés. En todo caso, fueron circunstancias exteriores, ajenas a las islas, las determinantes. Y eso marca.
En cuanto a la renta de excepción, su expresión más acabada fue el decreto de Puertos Francos de 1852 al que siguieron las leyes de 1870 y 1900. Consiste en el disfrute de un régimen económico y comercial abierto inexistente en el resto del país. El negocio consistía en ser excepción, cosa que ya no somos.
Todo esto lo conocemos bien todos, pero conviene tenerlo presente. Seguramente, como dije, no pudo ser de otra manera y es inútil darle vueltas a qué hubiera ocurrido de no ocurrir lo que ocurrió. Pero lo cierto es que todo indica el carácter colonial de la explotación de las islas al no tenerse en cuenta la escasez de recursos naturales y procederse al consumo sistemático de los que había con procedimientos de tierra quemada. Ocurrió con la caña y el plátano respecto al agua y ocurrió con el suelo, el paisaje de las islas y su biodiversidad respecto al turismo y la construcción.
La nueva situación
Hemos perdido la renta de excepción, sustituida por subvenciones y en cuanto a la renta de situación me pregunto qué será de ella en el mundo globalizado. Nos adentramos en una nueva era y no sirven los supuestos del pasado. Algo ha cambiado.
En principio, no parece haber ya especial interés de los núcleos decisorios foráneos por marcarnos el futuro económico. No parece impresionarles el oso polar que la Consejería de Turismo colocó en un cercado de plataneras. Las mejoras tecnológicas en la navegación marítima y aérea posibilitan la eliminación de escalas intermedias entre origen y destino. Las comunicaciones vuelan sobre nuestras cabezas cada vez menos necesitadas de soportes en tierra. La tecnología agrícola permite ya climas artificiales para cultivar productos fuera de temporada en cualquier sitio y seguirá avanzando.
Al propio tiempo, cabe esperar la aparición de enclaves portuarios y aeroportuarios en la costa occidental africana con extensos hinterlands de los que carecemos nosotros, lo que multiplicaría los puntos de interés competidores. Es perverso cifrar nuestras esperanzas en que África permanezca en su actual estado de postración y pobreza.
Aunque la agricultura de exportación representa hoy un escaso porcentaje del PIB canario, conviene citarla aquí como bastante indicativa de un modo de proceder económico insostenible. Me refiero a las subvenciones que, en el caso del plátano, han sido lo bastante suculentas para inducir plantaciones nada menos que en Fuerteventura. Somos una economía subvencionada y no es probable que nos dejen seguir siéndolo y tengamos que sufrir sus secuelas en términos de pérdida de capacidad emprendedora y de imaginación empresarial. No es bueno arregostarse a la subvenciones para cerrar bien los balances anuales.
Por otro lado, no parece que se hayan aprovechado demasiado las subvenciones y las ayudas económicas para generar, al menos indagar, posibilidades. Mucho menos para crear suficiente tejido productivo. Tampoco parece que el Gobierno tenga un plan que no sea esperar a que vuelva a dispararse la construcción especulativa, pues bien que se preocupa de crear un escenario legal adecuado y más permisivo para el feliz reencuentro.
Hace un par de días, Antonio González Viéitez colgó en CANARIASAHORA un artículo muy atinado sobre la fusión de las cajas canarias con otras peninsulares en un proceso que tiene todas las trazas de una absorción con vaselina de cara a la privatización de estas entidades que se huele en el ambiente. A él me remito aunque convenga destacar el entusiasmo del Gobierno por lo que es, en definitiva, la pérdida de la oportunidad de crear en las islas una banca pública eficiente. Comenzó por convertir los carnavales, donde todo el mundo se disfraza de lo que no es o le gustaría ser, en seña de identidad canaria; continuó con la reivindicación de “lo nuestro” para promover la venta masiva en el Día de Canarias de trajes típicos made in China, pero, ya ven, ni se me ocurrió pensar que se trataba de alegorías de esa Canarias que da por buena y aplaude la pérdida de las cajas y deposita su identidad en el consumo inmoderado de papas arrugadas.
El “pacto colonial”
Otro aspecto a considerar dentro del fracaso autonómico es la relación con el Estado Español, la forma y la intensidad de su integración en él. No me remontaré en la historia más allá del siglo XIX, cuando se configura el marco de relaciones que los amantes de los grandes palabros definen como “pacto colonial”. Hay quienes rechazan la denominación pero, qué quieren, es bastante gráfica para quienes padecemos la deformación de los titulares periodísticos.
La idea de partida la expresó Manuel Hernández González al indicar que las independencias americanas no fueron consecuencia “de un nacionalismo independentista insurreccional” sino resultado del interés de las elites sociales en la defensa de su posición social, de sus privilegios y riquezas. El maldito dinero, ayer como hoy.
En esta línea de análisis cabe comparar el caso canario y el cubano. Cuba no se independizó en el primer cuarto del XIX porque se sintiera más española que las repúblicas que sí lo hicieron. Sólo ocurrió que las elites cubanas se sentían débiles para emanciparse, optaron por la cautela y se contentaron con las concesiones de España que colmaban sus expectativas: libertad de comercio, supresión del Estanco del tabaco, continuidad de la trata de esclavos, control oligárquico del poder, etcétera.
La misma cautela se observa en las elites canarias. A principios del siglo XIX, ante el vacío de poder creado por la invasión napoleónica y la prisión en Bayona de la familia real, llegan a plantearse si sus intereses no quedarían mejor salvaguardados bajo la protección inglesa o mediante la incorporación a lo que surgiera del proceso emancipador americano. Lo revela Manuel Hernández González en su estudio de la documentación interna de la Junta Suprema de La Laguna con la que se inició la institucionalización del pleito insular en 1808. Aunque nada se decidió, quedó la debida constancia documental de que se barajaron esas salidas. Incluso aparece reflejado el cuento de la lechera con las estimaciones del esplendor económico que aguardaba a las islas en términos que resultan hoy muy familiares y que firmaría el neo independentismo pepitiano.
Pronto verían que, después de todo, continuar de españoles no era incompatible con sus aspiraciones de no integrarse en el mercado nacional, ni con el libre comercio, ni con el modo de hacer económico que venía del siglo XV y que era posible obtener el reconocimiento de las singularidades físicas, fiscales y económicas. Todo ello sin correr el albur de una aventura independentista.
El decreto de Puertos Francos de 1852 remató esas expectativas. Como han indicado Antonio Macías y José Rodríguez Martín, los Puertos Francos respresentaron la vía capitalista isleña y fueron “la expresión más acabada de un acuerdo político-institucional entre sus agentes y el Estado Español. Mediante este acuerdo, aquellos revalidaron la permanencia de Canarias en el marco político del nuevo Estado burgués y éste reconoció la especificidad de una economía canaria netamente diferenciada de la peninsular y, por tanto, necesitada de un trato en materia de política económica y fiscal del mismo”. Este acuerdo fue lo que, como dije, hay quien llama “pacto colonial” y quien no. Pero lo cierto es que, al margen del nombre, con sus tiras y aflojas y frecuentes trasgresiones, la fórmula de relación de Canarias con el Estado se mantuvo. La misma ley de Régimen Económico y Fiscal de 1972 está en esa perspectiva.
La cuestión hoy es que el pacto ya no existe. La integración europea lo eliminó y no parece que Canarias tenga claro el recambio en tiempos revueltos. La reacción ante lo ocurrido con las Cajas indica la inexistencia de un modelo de relación, de una idea de qué hacer con las islas, cosa que confirma el que apenas se vaya en la escena nacional más allá de la reclamación de subvenciones y de exigir el pago de deudas históricas supuestas o reales. Es lo único que pueden ofrecer a la galería para obtener votos: una energía impostada que llegó a pedir una rebelión contra la segunda maleta.
Las posibilidades de la globalización
Esta atonía es otro indicio del fracaso autonómico y motivo de preocupación. Inquieta que no se plantee como política del Gobierno promover las posibilidades que también abre la globalización. No figura en su hoja de ruta una política que nos encaje en el mundo globalizado. A veces la aluden vagamente pero obras son amores y no buenas razones.
A bote pronto, las oportunidades las ofrece la llamada sociedad del conocimiento en la que el desarrollo y la aplicación de nuevas tecnología, la investigación científica, las energías alternativas y sus aplicaciones, la cultura como poderoso generador de empleo altamente cualificado, abren caminos que ya deberíamos estar recorriendo. Sin embargo no se ve cómo. El fracaso escolar es un hecho del que mucho se habla y con el que poco se hace. El rendimiento de las universidades es escaso y hay tendencia de los titulados a marcharse de las islas. Hay casos en que esta fuga la propicia la partitocracia y sus rasgos caciquiles que hacen bueno el dicho de que sin padrino no te bautizas. La cualificación de nuestros jóvenes es factor esencial de la sociedad del conocimiento, dicen, pero no acaba de percibirse que sirva para algo si no te vas de las islas.
Por no hablar de los desastres ocurridos con las adjudicaciones eólicas justo cuando acabábamos de descubrir que los vientos, la insolación y las mareas compensan la escasez histórica de recursos naturales convencionales. No tiene sentido, por ejemplo, que en materia de energía solar nos lleve Navarra décadas de ventaja. Sólo hemos visto caminar el proyecto de El Hierro y en Gran Canaria las iniciativas de la Mancomunidad del Sureste más zancadilleada por el odio político de lo que merece.
Para mí el fracaso autonómico se extiende a casi todo. La falta de visión y de grandeza en un marco partitocrático en el que juegan con ventaja las miserias insularistas y los odios políticos, tiene eso. No quiero aburrirles con pormenores que conocen de sobra.
La ley de Cabildos
Hace unos meses un grupo de personas decidió reunirse para hacer algo. Opinar al menos. La idea de un nuevo Estatuto surgió sola y que éste debería asentarse sobre el hecho insular y los Cabildos pareció el único modo de abordar la cuestión.
Yo siempre fui cabildista y me llamaba la atención que me criticaran porque, decían, los Cabildos son la trinchera del caciquismo. Como si estas corporaciones insulares no estuvieran sometidas a las urnas y a la lucha política. Hay una cierta irracionalidad en determinadas actitudes anticabildistas. Como las hay mejor fundamentadas.
Se quiso eliminar los Cabildos en el Estatuto y se optó por disminuirlos, reducirlos a la casi nada, tendencia que continúa hoy en que aparecen sometidos al castigo del Gobierno. Conspiran contra los Cabildos tanto las decisiones gubernamentales que invaden o ignoran sus competencias como el haberlos privado de capacidad recaudatoria, lo que los deja a merced de las ventoleras que soplen en el Gobierno partitocrático. Ni se considera que los Cabildos, como delimitación territorial insular, como reconocimiento de la entidad “isla”, tienen una tradición de 500 años. Vienen de los tiempos de la conquista y a esas demarcaciones insulares recurrió la ley de Cabildos de 1912.
Siempre me ha llamado la atención el anticabildismo por lo que tiene de desprecio de unas corporaciones que encarnan, como ya he dicho, la tradición autonomista canaria. Se olvida la opinión de Alejando Nieto, catedrático de Derecho Administrativo que fue de la Universidad de La Laguna. Nieto, en el marco de un recordado seminario que organizó a caballo de los años 60 y 70, opinó que “es notorio que la ley de 1912 no representa, ni mucho menos, una fórmula ideal definitiva, como ha podido comprobarse por las reformas posteriores. Sin embargo, es notorio que tal era el camino”. Se refería claro está a la superación del pleito insular.
La ley de 1912 se debe, en gran medida, al empuje del majorero Manuel Velázquez Cabrera y su plebiscito reclamando para las islas menores un gobierno propio y una representatividad en las Cortes nacionales que las redimiera de su sujeción a las dos islas mayores que condicionaban con su larga lucha la vida de todo el archipiélago.
No puedo extenderme en los detalles de la iniciativa de Velázquez, pero interesa recordar aquí los juicios de Romanones, Maura y Canalejas sobre la cuestión canaria aludidos antes.
Durante un siglo nunca pareció que a los políticos estatales les preocupara demasiado el pleito que, de pronto, reclamó su atención. José Miguel Pérez ha analizado este asunto en el entorno de la visita a Canarias, en 1906, del rey Alfonso XIII; que no fue visita de cortesía a sus amados súbditos sino que respondía a necesidades de la política exterior española. Tras la pérdida de Cuba, España quedó reducida a sus fronteras al tiempo que las islas adquirían una importancia excepcional en la nueva escena internacional marcada por el reparto de África y la tensión de las potencias, lo que desbordaba los límites del interés económico y político regional. Eran las islas piezas importantes para las comunicaciones de varios países. Sobre todo para Gran Bretaña que vio añadirse a su rivalidad de siempre con Francia, las pretensiones alemanas de sentarse también a la mesa del festín colonial.
Según Pérez, España también tenía sus miras y se fijó un triple objetivo. Por un lado, preservar la integridad española después del desastre colonial del 98. Por otro, participar en el reparto de África mediante el reconocimiento internacional del hinterland sahariano que diera seguridad a Canarias. En tercer lugar, procurarle a las islas un statu quo que aceptaran las potencias rivales. Esta estrategia, que para José Miguel Pérez da sentido a la visita de Alfonso XIII, tenía como referencia el eje Baleares-Estrecho-Canarias al que se ceñiría la política exterior española en una zona vital para sus intereses y defensa. No se pierda de vista que en 1906, fecha del viaje del rey a las islas, los destinos del norte de África estaban sobre la mesa de la Conferencia de Algeciras.
Desde la perspectiva de Madrid, el pleito insular entrañaba un riesgo de desestabilización política en las islas, una de las áreas potencialmente conflictivas. Hubiera sido contraproducente para sus objetivos y de ahí que se convirtiera en “cuestión de Estado”. A ese conflicto se añadió el hartazgo de las islas menores por un pleito que no les concernía, pero sufrían, y porque la ampliación de las franquicias comerciales en la ley de 1900 y la introducción de productos importados con los que no podían competir las dañaba al verse desplazadas como abastecedoras de las despensas de las dos islas centrales.
La iniciativa de Velázquez, su plebiscito, cayó, pues, en terreno abonado y de ahí que saliera adelante en el Congreso con la creación de los Cabildos insulares y la modificación de las circunscripciones electorales que daban representación directa en las Cortes a cada isla.
Los Cabildos aparecen como verdaderas diputaciones provinciales aunque reducidos a sus respectivos ámbitos insulares. Se mantuvo la capitalidad santacrucera, mermada precisamente por las competencias otorgadas a los Cabildos como gobiernos insulares. Pero me parece especialmente relevante que fueran dotados de la Hacienda propia que propició, ya en los años 50, la creación de las Cartas Económicas, un curioso concierto entre la corporación insular y sus ayuntamientos en base a los arbitrios de importación y exportación de mercancías.
La otra novedad a destacar de la ley de 1912 fue la facultad legal de mancomunación libre y voluntaria, contractual. Podía esperarse del desarrollo de esa facultad el entretejido de una urdimbre de acuerdos, de relaciones y de intereses comunes de dos o más islas que dieran al archipiélago con el tiempo una unidad más sólida que la del Estatuto autonómico de inspiración provincialista. Quizá se hubiera producido un proceso parecido al de la Audiencia que desde su creación en 1526, a fuerza de sentenciar en todas y cada una de las islas asuntos semejantes, acabó por establecer criterios que sentaron doctrina y generaron el Derecho Administrativo Especial Canario.
La División provincial de 1927 significó el triunfo definitivo de la institución provincial que encarnaron las mancomunidades interinsulares de cabildos que llevaron el apellido de “provinciales”. Si las mancomunidades previstas en 1912 eran libres y voluntarias, éstas eran obligatorias y se circunscribía cada una de ellas a las islas de su respectiva provincia. Se convirtieron las mancomunidades en doblete de la Provincia supeditado a ella. Al gobernador civil de la Provincia lo sustituía en ausencia el presidente de la Mancomunidad; cargo que ostentó siempre el presidente del Cabildo de la correspondiente isla capitalina con lo que acabó de diluirse hasta la memoria del papel jugado por las islas periféricas en la gestación de la ley de 1912.
Por otro lado, el siglo XX no resultó muy propicio a la lírica administrativa. En 1914 estalló la I Guerra Mundial, seguida en los años 20 por las sucesivas crisis y el ascenso de los fascismos poco dados a estas cosas de la autonomía. El crack de 1929 enlazó con los difíciles 30, con la guerra civil española seguida inmediatamente de la dictadura franquista y la II Mundial. El desarrollo de una ley del tipo de la de Cabildos necesitaba de un marco más estable, más “rutinario”, por así decir, con menos sobresaltos, para ofrecer resultados.
La situación hoy es, como digo, de fracaso autonómico. Esto, simplemente, no funciona. Nada tiene que ver con la discusión española en la que se cuestionan las autonomías. Por insuficientes para integrar la diversidad del país o como disgregadores de su unidad. La cosa va por barrios. Algo nos toca de todo esto, pero tenemos nuestra propia problemática.
Que vayamos camino de la desestabilización política está por ver pero, en cualquier caso, el desgobierno sin rumbo con unas actitudes del Ejecutivo que se lleva por delante funciones y competencias de unos Cabildos privados de autonomía financiera no nos favorece ante la complicada papeleta que afronta el archipiélago.
A las incertidumbres de la globalización se añaden las propia de nuestra zona geográfica. Canarias está en el área de influencia económica marroquí y la seguridad del sur peninsular depende en gran medida del control de fronteras por parte de Rabat. Es cierto que Marruecos anda en la órbita de la UE que puede facilitar el entedimiento, pero ¿qué ocurriría si pusiera al Gobierno español en la tesitura de hacerle concesiones en Canarias a cambio de seguridad en Andalucía? Ya nos demostraron los ingleses que no es preciso izar bandera alguna para controlar esta tierra.
Vuelve, pues, a relacionarse la situación interior y la exterior. Puede chocar a muchos que recurramos a la tradición cabildicia, pero no hay otro camino practicable. Y no se trata de aplicarla sin más: lo mismo que la ley de 1912 no supuso la resurrección de los Cabildos antiguos. Se trata de poner en primer término la entidad “isla” como primera referencia y base de cohesión social que juegue en armonía con un Gobierno regional que tendría su papel tras una descentralización real y la eliminación de cualquier forma de intervencionismo. Tendría el Gobierno funciones de coordinación de los asuntos trasversales comunes, se subrogaría en la gestión de lo que las islas puedan encargarle libremente, además de funciones de representación en el exterior.
No es un empeño fácil, se necesitaría un considerable trabajo de expertos constitucionalistas, además del político de persuasión que nadie está dispuesto a acometer y para el que no hay una sociedad civil capaz. Son muchos los intereses a los que afectaría. La negativa de hecho a la reforma electoral, que el presidente siga siendo elegido por sólo una de las siete islas y que la pertenencia al Gobierno se utilice como herramienta partidista para combatir a los rivales políticos, cosa que ocurre hoy con Gran Canaria sin ir más lejos, da alguna idea de lo que hay y no debería haber.
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