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¿Justicia?... ¿Qué justicia?

Eduardo Serradilla

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Hay momentos en los que me planteo qué ocurre en nuestro país. Las reacciones, las noticias, lo que uno ve, escucha, lee o soporta nada más poner un pie en la calle suele rozar el más absoluto de los esperpentos, y parece que a nadie le importa lo más mínimo. Da la sensación de que, con tal de lograr una aparente y efímera estabilidad -situación que está condicionada por quienes manejan nuestra sociedad de forma torticera e insultante- el ciudadano medio hace de “tripas corazón” y mira para otro lado con tal de evitar conflictos innecesarios. Ya se sabe que la táctica del avestruz lleva siglos funcionando a las mil maravillas dentro de las fronteras patrias y, gracias a ello, no han parado de brotar déspotas, dictadores y mandarines desalmados que se entretienen arruinándole la vida a todo aquel que se pone por delante.

¿Y qué me dicen de la justicia?... Pues que menos ciega y sorda es uno de los pilares sobre los que se sustenta el régimen orquestado por una élite que hace uso y abuso de ella cuando le viene en gana, por mucho que las personas honradas que forman parte de dicho estamento se empeñen en que eso mismo no suceda.

Desgraciadamente para quienes aprendieron ética y deontología profesional, no corren buenos tiempo para ser justo, cabal y sensato, y de ahí que, un día sí y otro también, salten a los medios de comunicación de masas -con permiso, eso sí de las “redes sociales” o, si me permiten la licencia, “rebaños sociales”- noticias que demuestran mis anteriores aseveraciones.

Una de esas noticias es la que cuenta que una estudiante de historia se enfrenta a una pena de dos años de cárcel, tres de libertad vigilada y ocho y medio de inhabilitación absoluta, por publicar 13 mensajes en Twitter en los que mencionaba al penúltimo presidente del gobierno de la dictadura, el cual murió como consecuencia de un atentado terrorista el 20 de diciembre del año 1973.

Dejando a un lado mi falta absoluta de empatía para con el personaje -algo que en nada justifica el brutal atentado que terminó por demoler el régimen dictatorial que asoló nuestro país durante casi cuatro décadas- me cuesta trabajo entender cómo en un país donde la lista de investigados, antes imputados, es digna de figurar en el libro de los récord del despropósito planetario, el sistema legal destine medios, tiempo y efectivos a perseguir el derecho a la libertad de expresión de una persona -con mejor o peor fortuna- en vez de conjurarse contra el cáncer que la corrupción, cualquiera que ésta sea, y venga de donde venga, le supone a nuestra sociedad.

Y admito que quien escribe estas líneas no hace gala de un sentido del humor al uso, pues soy alumno de la escuela liderada por Groucho Marx, Mario Moreno “Cantiflas”, y Luis García Berlanga. De ahí que la payasadas, el histrionismo y las salidas de tono chabacanas y horteras tan del gusto del español medio nunca me hayan gustado. Además, creo que la situación no está ahora, ni hace unas décadas, para tomarse las cosas a chirigota, pero ésa es otra cuestión. No obstante, me hace muy poca gracia que se quiera condenar a una persona por hacer chistes sobre un personaje de nuestra historia reciente, repito, con mayor o menor fortuna, y no castigar con la misma intensidad a los jóvenes cachorros de un partido político nacional, cuando éstos, algunos de ellos, líderes de la formación en cuestión, se fotografiaron delante de cierta bandera inconstitucional o levantado el brazo, a imagen y semejanza de los líderes de regímenes fascistas, dictatoriales y, no lo olvidemos, totalitarios y sangrientos.

Claro que, al revés que en buena parte del continente europeo, en España NO hay leyes que castiguen comportamientos afines a dichos regímenes, algo que, por ejemplo, sí ocurre en Francia, razón que explica la expulsión fulminante del país de cierto director de cine danés a quien se le ocurrió frivolizar con la figura del líder de Reich de los Mil Años durante una rueda de prensa en el Festival Internacional de Cine de Cannes.

Sea como fuere, yo tengo asumido -desde muy pequeño- que la justicia está muy, muy desequilibrada hacia quienes más tienen, algo que explica por qué a muchos de los indocumentados con los que tuve el nauseabundo placer de compartir aula no se les solía castigar por sus variopintas tropelías. Muchos ellos iban por la vida de “graciosos” y, en realidad, se pasaban la vida arruinándosela al resto de sus compañeros mientras los profesores, la mayoría de ellos sacerdotes, les reían la gracia, sabedores de que, detrás de los niños, se encontraba la figura, y el bolsillo repleto de su papaíto.

Aún así me cuesta entender decisiones como éstas mientras muchos de los que participaron en la creación, desarrollo y difusión de la “burbuja inmobiliaria”; que apuntalaron el adoctrinamiento que cercenó la posibilidades de toda una generación, que abandonó sus estudios para poner ladrillos y/ o servir mesas; o, simplemente, todos aquellos que saquearon las arcas públicas con proyectos dignos de un megalómano emperador, césar o faraón, pero que en nada casan con los deberes de un servidor público que se debe a una comunidad siguen paseando por la calle, tan tranquilos.

Será que el mundo que describe Víctor Hugo en su inmortal creación Les misérables no ha evolucionado todo lo que debiera y Jean Valjean, lejos de redimirse y pagar su condena, sigue teniendo que asumir la pena por querer dar de comer a su familia día tras día, cual Sísifo mitológico, aunque, en esta ocasión, ya no estemos en la Francia de principios del siglo XIX.

Sé que hay muchas personas honradas dentro del poder judicial nacional. Gracias a ellos, los abusos de las entidades bancarias, los propietarios desalmados y las inmobiliarias carroñeras se enfrentan, cada día, con mayores obstáculos para poder llevar a cabo sus desmanes. Sin embargo, la percepción que se tiene por parte del ciudadano de a pie -sobre todo cuando alguien se digna a leer las noticias, y no sólo los titulares deportivos- es que nuestra sociedad guarda, aún, muchas similitudes con el anteriormente escenario dibujado por Víctor Hugo.

Al final espero que la ilógica que gobierna los modos y las maneras nacionales lo sea menos y todo este asunto quede en uno de los muchos sinsentidos que jalona nuestra vida cotidiana, sin mayor recorrido ni impronta. ¿Y mañana? Puede veremos cuál es el siguiente esperpento nacional.

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